Como a la mayoría de las mujeres, siempre me ha preocupado mi peso. Durante algún tiempo hice mil y una dietas, pero la que más recuerdo es aquella en la que consumía «chuchulucos». Era más agradable decirles así que recurrir a su verdadero nombre: anfetaminas.
No sé quién me las recomendó; el caso es que la «doctora Maru» tenía de doctora lo que yo del cuerpo de Sharon Stone —nada, porque si lo tuviera, nunca hubiera acudido a ella—. El «consultorio» estaba en la azotea de una casa; por techo tenía una carpa, que en épocas de calor te hacía sudar como cerdo en cacerola y volvía tediosa la espera. Luego de pesarte y tomarte medidas, sacaba unas cápsulas amarillas y rojas que ponía en bolsitas de plástico, con la cantidad justa para los próximos 15 días. Cómo decidía cuántas amarillas o rojas debías tomar, no lo sé, pero siempre decía que eran «naturistas» y no hacían ningún daño.
Bajé muchísimo de peso, tanto que nunca he estado tan flaca, pero no de una flacura normal. ¿Cuáles fueron los efectos? Los primeros días se me secó la boca de una manera infame; con el transcurso de las semanas me empezó a doler la cabeza, no tenía hambre y aparecieron las taquicardias, lo que me provocó un miserable insomnio. Tenía una sensación extraña de «acelere» que nunca había sentido y no he vuelto a sentir.
Tomé las pastillas durante seis meses, y cuando sentía que había logrado bajar lo suficiente, las dejaba, y automáticamente empezaba a tener muchísima hambre, por lo que volvían a mí la preocupación y la necedad de seguirlas tomando.
Desde hace aproximadamente diez años que pasé por esto, no he vuelto a seguir una dieta ni a ir con charlatanes como éstos… Lo mío, lo mío es comer bien y de todo, y disfrutar con medida —como todo— de ese gran placer.