Desde su primera entrega de larga duración, Steven Soderbergh logró despertar un especial interés en su incipiente trayectoria como director al obtener la Palma de Oro con su audaz ópera prima Sex, Lies and Videotape (1989), que versaba sobre el voyeurismo y las relaciones íntimas. Hoy, casi tres décadas después de aquella inusual hazaña, el estadounidense ha dirigido dos decenas de títulos de ficción, alcanzando la versatilidad estilística y temática en el camino.
Para comprender más a fondo la capacidad metamórfica del cineasta es necesario mirar en retrospectiva su trayectoria fílmica: a inicios del milenio, obtuvo una nominación al Óscar por Mejor Director gracias a la obra didáctica Erin Brockovich (2000); más tarde, fue la mente creadora detrás de la súper producción que rodeó a Ocean’s Eleven (2001) y sus secuelas; hasta llegar a Magic Mike (2012), una curiosa radiografía que aborda el poder del destino, escondida detrás de números de striptease.
Ahora, Soderbergh regresa a la pantalla grande con Logan Lucky (o La estafa de los Logan como se le nombró en nuestro país), una cinta cuya producción gozó de total independencia al ser financiada por el mismo cineasta dejando de lado la influencia de los grandes estudios. A pesar de haber anunciado su retiro del mundo cinematográfico hace cuatro años, el director no se mantuvo alejado del universo audiovisual, pues además de su más reciente filme, también participó en la serie de televisión de The Knick (2014-2015).
Sin alejarse de los elementos constantes de su obra cinematográfica, la trama de Logan Lucky resulta más bien sencilla, se trata de una comedia protagonizada por un trío de hermanos que, después de sufrir inexplicables desdichas que solamente podrían atribuirse a la mala suerte, deciden cometer un robo millonario durante una carrera de NASCAR. El ensamble, conformado en su mayoría por caras conocidas —como Channing Tatum, Adam Driver, Daniel Craig, Katie Holmes y Seth MacFarlane— robustece los chispazos de comedia que le permiten a la cinta posicionarse como un producto sólido y, sobre todo, que funciona dentro de sus propios límites.
Como si se tratara de un guiño autorreferencial al universo de Ocean’s Eleven, Soderbergh construye el relato tomando como base el desarrollo del plan maestro, el cual permitirá a Jimmy (Tatum) y a Clyde (Driver) redimir su suerte con ayuda de su hermana Mellie (Riley Keough) y los afortunados —en ocasiones demasiado— elementos de su pequeño entorno. Estos ingredientes, que ponen en marcha el engranaje del robo, funcionan dentro de la diégesis de la historia, pero en perspectiva carecen de similitud y trastocan la fantasía.
En términos estrictamente narrativos, Soderbergh se vale de los ya recurrentes giros de tuerca dentro del discurso protagónico, nos hace cuestionarnos como espectadores desde qué óptica nos estamos adentrando en la cinta.
Sin llegar al absurdo narrativo como en Efectos secundarios (2013), esta cinta presenta juegos de perspectiva que, si bien en ocasiones parecen gratuitos e incluso innecesarios, no demeritan la estructura completa del producto, la cual funciona como comedia sin desafiar límites de manera estilística ni discursiva.
A nivel interno en la estructura del guión, los personajes no son necesariamente lineales; sin embargo, los motivos, conflictos y fuerzas antagónicas de cada uno de los individuos que construyen la historia carecen de una fuerza mayor. Mientras que la motivación de Jimmy se define desde el inicio de la cinta —reunir el dinero suficiente para pelear por la custodia de su hija—, resulta ambiguo el móvil de Clyde para participar en robo. No obstante, la simpatía irremediable de las interpretaciones del elenco permiten al espectador olvidar estas pequeñas lagunas dentro del relato.
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