Tal parecería que la guerra es el medio menos propicio para la cultura. Los afanes y preocupaciones de la sociedad entera deberían —se piensa— estar volcados al conflicto, su desarrollo y posible desenlace. Sin embargo, las expresiones de la cultura responden a impulsos indeclinables. Así queda claro con la continua producción de libros durante uno de los episodios más oscuros de la historia: la II Guerra Mundial.
De 1939 a 1945 escritores de todo el mundo continuaron creando historias, algunas de ellas se convirtieron, andando el tiempo,
en obvios referentes del canon occidental, como Finnegans Wake (1939), de James Joyce, Por quién doblan las campanas (1940), de Ernest Hemingway, El extranjero (1942), de Albert Camus, o una de las obras más importantes de T.S. Elliot: Cuatro cuartetos (1943), que si bien no estuvo entre los diez libros más populares, se colocó en un muy digno decimoquinto lugar. Estos libros dan cuenta de la diversidad de los tópicos que circulaban entonces, y de la calidad de los mismos, pues su influencia en la historia de la literatura —como quedaría de manifiesto con el libro de Joyce y los poemas de Elliot— sería, a partir de entonces, definitiva.
A pesar de la guerra, géneros literarios como la novela policiaca cosecharon importantes triunfos; desde los EE. UU. Raymond Chandler hizo protagonizar al detective quintaesencial del género negro, Philip Marlowe, en historias tan memorables como El sueño eterno (1939) o Adiós, muñeca (1940) —ambas consideradas entre las mejores del género—; mientras tanto, en Reino Unido, Agatha Christie hacía de las suyas en Diez negritos (1939) o Un triste ciprés (1940), protagonizada por el flemático inspector belga: Hercule Poirot.
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