Y es difícil escribir una semblanza que abarque su personalidad, sus acciones y sus palabras. Pero nadie mejor que un enamorado de la literatura chestertoniana —con todo y el uso de paradoja y exageración— para ofrecernos un retrato de este escritor. Con ustedes… ¡el monumental Chesterton!
«Chesterton usa la paradoja con un solo propósito, no para ser gracioso, no para parecer inteligente, no para confundir o ser contradictorio. Él usa la paradoja como un resquicio de verdad. La verdad es siempre paradójica. Leer a Chesterton es lo más divertido, pero lo más serio que puedes hacer.»
Dan Ahlquist
A veces, sueño que viene en auxilio de la humanidad el más bizarro de los superhéroes jamás imaginado. Como música de fondo, se escucha a The Beatles cantando «Help!», cuando en el sueño traspasa la bruma el gigante salvador.
Ciento cuarenta kilos de peso no impiden que corra por las calles como si levitara a escasos centímetros del suelo; los casi dos metros de estatura que mide
le permiten ondear con brío la capa que cubre su invariable vestimenta de tres piezas, confeccionadas en elegante tweed escocés.
La corbata anudada sobre un cuello antiguo y almidonado más parece un moño que un triángulo al cuello.
A pesar del vértigo con el que irrumpe en sueños, el Príncipe de la Paradoja no pierde el ceño fruncido y
la insinuación crónica de una sonrisa que se dibuja
feliz bajo los quevedos que pellizcan su nariz, al filo
de un poblado bigote nevado con canas. Es un gordo entrañable y me salva de todos los abismos de la madrugada con una voz tipluda, sus manos invisibles sobre los párrafos con los que receta el más puro sentido común —el menos común de los sentidos— para desenmarañar todo enredo, tribulación o pendencia.
SuperChesterton
Señor del sarcasmo, maestro de la meditación racional, el Príncipe de la Paradoja nació en Londres, Inglaterra, en 1874 y —al igual que su célebre coterráneo que deambula de whisky en whisky— sigue tan campante. Se llamaba Gilbert Keith Chesterton, aunque gustaba deambular bajo el enigma de sus siglas, subrayar para la posteridad el peso de su apellido y desfacer entuertos y librar honrosas batallas con el apodo de El Príncipe de la Paradoja.
Polígrafo prolífico, polifacético e incansable polemista, Chesterton era al mismo tiempo un corpulento duende capaz de hipnotizar a una legión de niños en medio de un cumpleaños y, al día siguiente, volverse él mismo
el infante distraído, un entrañable despistado
que llegó a enviar un telegrama a su esposa, inquiriendo: «Estoy en Market Harborough. ¿En dónde debería estar?», pues nunca llevaba bitácora específica de sus actividades, citas o pendientes.
Tanta liviandad para tan grande peso: era tan serio como su propia risa, incólume y humorista, polémico y querido. Sobre todo, leído.
Superhéroe Chesterton escribió más de cien libros, contribuyó con textos en otras dos centenas de títulos, firmó cientos de poemas, cinco novelas ejemplares y doscientos cuentos literarios. Además, escribió alrededor de cuatro mil ensayos en periódicos, durante treinta años consecutivos en su columna del Illustrated London News y trece años de columna semanal de la más pura agua del azar en el Daily News.
Es más, editó su propio periódico semanal y muchos de sus mejores párrafos los escribió en andenes de estaciones donde perdía constantemente su tren, o en bancas de apacibles parques por donde SuperChesterton se dejaba perder los rumbos de sus días.
El impacto de sus obras
Uno de sus libros removió de raíz el ateísmo de
C. S. Lewis y lo condujo al cristianismo creyente; una de sus novelas inspiró la independencia de Irlanda
que enarbolara Michael Collins; uno de sus ensayos motivó los empeños de Mahatma Gandhi para su nada violento movimiento por la liberación de la India del dominio colonial británico, y más de uno de sus ensayos han despertado razones e inquietudes en no pocos pensadores de prestigio.
Sus novelas han destilado admiración, filiación y continuidad en prosas de altos vuelos: de Borges a García Márquez, de Hemingway
a Orson Welles, pasando por W. H. Auden y Agatha Christie.
Todos chestertonianos en cuanto quedamos inoculados por su ingenio, imantados por su magia verbal, pues como dijo T. S. Eliot, «Chesterton merece el reclamo permanente de nuestra lealtad». Todos chestertonianos en cuanto el enrevesado paisaje de nuestra realidad incomprensible, nos obliga a soñar la llegada milagrosa de un Príncipe Pensador que viene al rescate entre el hielo seco que envuelve sus párrafos perfectos.
Dice Alberto Manguel que «al leer a Chesterton nos embarga una peculiar sensación de felicidad», no dejaba de destilar en sus lectores una savia reconfortante para la reflexión y los contrastes.
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