La primera vez que leí a Clarice Lispector fue por encargo: «Un cuento de ella y verás» —fue la amenaza—. Yo escogí «Feliz cumpleaños», que se publicó en 1960 en el libro Lazos de familia. El título sonaba alegre y era el mes de mi cumpleaños, así que ¿por qué no?, pensé. La amenaza se cumplió y vi a una abuela sentada al final de una mesa. Estaba arreglada y lista cuatro horas antes de que llegaran los invitados, su hija se encargó de eso y también de ponerle colonia: había que disimular el olor a encierro. No hablaba, no pestañaba, no me daba compasión, me daba miedo:
«Y desde las dos de la tarde quien cumplía años estaba sentada a la cabecera de la ancha mesa vacía, tiesa, en la sala silenciosa.»
Vi llegar a los hijos y a las nueras y a los nietos y bisnietos, mientras la vieja entumecida me secreteaba sus ácidas palabras:
… ¿Cómo?, ¿cómo habiendo sido tan fuerte había podido dar a luz a aquellos seres opacos…? El rencor rugía en su pecho vacío… unos comunistas. Los miró con su cólera de vieja. Parecían ratones acodándose, eso parecía su familia.
Entré en la mente de una matriarca sin pudor, que al final del cuento, mientras los otros se relajaban un poco, escupió. ¡La vieja escupió!
—Abuelita, ¿no le va hacer mal? —se atrevió a preguntar una nieta. —¡Qué abuelita, ni qué nada! —explotó ácidamente la agasajada —¡Que el diablo se los lleve, banda de maricas, cornudos y vagabundos! —ordenó su vino y se lo trajeron presurosos, justificándose unos a otros… ratones… y la besaron cautelosos, todos la besaron, y le decían palabras atropelladas y tensas con una falsedad que marcaba el fin de la noche del «Feliz Cumpleaños». Desde la puerta la observaron, una última vez: Hasta el próximo año —le decían [¡Qué alivio!, pensaba yo]. Y miraron su puño cerrado sobre el mantel y con aquella mudez que era su última palabra… El amor de madre es duro de soportar.
Cerré el libro. Tragué saliva.
De su niñez
Para leer a Clarice Lispector hay que estar listo para toparse sin mentiras con el interior, el propio, pero también el de una madre o el de una abuela, rompiendo los mitos de la sacrosanta perfección, e incluso hay que estar preparado para conocer el interior de una gallina, sí, el de una gallina que será de cualquier manera y aunque nos transparente lo que siente, simplemente la cena.
Nuestra escritora es amenaza y verdad. Clarice Lispector era de origen ucraniano, nació en 1920 entre cosacos, pies fríos, hambre y la angustia del que huye de la muerte, ya viviéndola. Los pogromos se habían vuelto insostenibles, la Revolución Rusa, también.
Los Lispector huyeron por ser judíos. A la mitad del trayecto nació Clarice, en ese momento Jaia, su nombre hebreo, que no por casualidad significa ‘vida’ —los judíos asquenazí suelen escoger ese nombre en el caso de un milagro—.
Nunca regresó a Tchechelnik, el pueblo invisible en los mapas que la vio nacer. Quizás por el dolor de ser judía en esa época o por el orgullo de sobrevivir siéndolo. No escribió nunca de ello. Sus padres eran respetuosos de sus tradiciones, pero ella no menciona su judaísmo, ni sus personajes son judíos. No le era relevante. Ella era brasileña.
Un poco kafkiana, la mística de la Cábala se siente entre sus dedos al escribir y en sus decisiones también: trece cuentos publicados aquí, trece relatos más allá; al igual que la presencia de un Dios al que se le cuestiona desde los cuentos: «En el aula todos éramos igualmente monstruosos y dulces: ávida materia de Dios» y en la vida misma: «Si tanto amor recibí dentro de mí y continúo inquieta e infeliz, es porque necesito que Dios venga. Que venga antes de que sea demasiado tarde», escribiría Clarice en 1958.
Cómo nace la escritora
Desde que era niña, Clarice Lispector escribía cuentos y los llevaba al diario local para ver si los publicaban en la sección infantil. Ninguno tuvo suerte: no empezaban con «Había una vez…», y mucho menos terminaban en «…y vivieron felices para siempre». Siendo una adolescente, en mayo de 1940, la revista Vamos a leer publicó su primer cuento: «Triunfo». El editor lo leyó, la miró y le dijo:
—¿Copiaste esto de algún lado? —No —contestó Clarice. —¿Lo tradujiste?
— No, yo lo escribí.
—Pues sí que te lo publico.
Su carrera de escritora empezó así: mitad periodista, mitad cuentista, h
asta que en 1942 empezó la creación de su primera novela, que estaría lista un año más tarde, con el título Cerca del corazón salvaje. Rechazada por el editor Álvaro Lins, argumentando que «a tu libro no le entendí nada» —qué poco entienden los que no están listos—, fue publicada por el diario A noite, con el acuerdo de que ella no gastaría nada, pero tampoco ganaría nada, las ganancias serían para ellos. ¡Y vaya que les favoreció! El libro fue un éxito y el tiraje de mil ejemplares pronto se agotó.
¿Que quién la influyó?
Desde Hermann Hesse hasta Fiódor Dostoyevski, de Madame Bovary, de Flaubert, a los escritos de Machado de Assis o los cuentos infantiles de Monteiro Lobato; la pasión por la Mansfield y, por supuesto, Kafka. Ella lo dijo así: «todo se queda en mi interior». Pero lo cierto, como bien diría Miguel Cossío Woodward, es que «de todo se nutre el escritor y todo lo reelabora y renueva en sí mismo.»
La vastedad de la obra lispectoriana no se pelea con su calidad, para los brasileños es su Borges.
Sus libros se venden en todo tipo de formatos, en los puestos de revistas y periódicos o en librerías y museos; prácticamente todo brasileño tiene consigo una anécdota de la mujer que no necesitaba de apellidos, su Clarice. Quien la conoce —porque leerla es conocerla—, «se enamora de ella», tal cual le dijo Guillermo Arriaga a Benjamin Moser,
el autor de su última biografía.
Clarice Lispector murió en 1977. Una enfermedad mortal acabó pronto con ella. Su amiga Olga Borelli contó alguna vez que Clarice jamás salía de casa sin arreglarse: maquillaje suave, pestañas negras, labios rojos, collares, falda y blusa, quizás negra o blanca, a
lo mucho roja.
Quienes la leen pueden apreciar su calidad, con esa mezcla de misterio que se desvela con una sensualidad densa, intensa y real.
La mujer que trabajó con ella muchos años, ayudándole con la limpieza y haciéndole poco de comer —porque comía poco— dijo sin rodeos que fue buena, muy buena, sólo no podía tocar sus notas, sin importar en qué pequeño, roto o sucio papel estuvieran, ésas eran sagradas. «Era un enigma», decían sus vecinos; «sensual e inaccesible», la descripción de su editor; «madre», resume su hijo, y «un genio», opinan sus seguidores, sus lectores y sus estudiosos.
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