¡Queridísimos! Fíjense que la Ciudad Luz está que-ar-de por el escandalazo que se armó ayer en el salón de conferencias de la Sociedad Geográfica de París.
París, Francia, 20 de abril de 1897
Resulta que una muchedumbre se había congregado en el lugar para conocer a la misteriosísima Diana Vaughan, exsacerdotisa máxima de Asmodeo y exmiembro de la sociedad secreta Palladium.
Pero en vez de que la Vaughan se diera a conocer al mundo por vez primera, ocurrió algo aún más insólito: llegó al estrado un señor bigotón y peinado de raya en medio. Se presentó, para quienes no lo conocían personalmente, como Léo Taxil, y asombró a los ahí presentes con un discurso corto, conciso e increíble: Diana Vaughan no existe, Palladium no existe y lo único que queda es un engaño —él lo llamó mixtificación— concebido ingeniosamente por un solo hombre y al que los parisienses ya bautizaron como «la broma de Taxil».
Antes de entrar más en el asunto, déjenme decirles que Léo Taxil es un bromista profesional, pues ya desde los 19 años hizo creer a toda Marsella —su ciudad natal— que estaban bajo la amenaza de ¡una epidemia de tiburones, háganme el favor!
Y bueno, regresando al tema caliente del momento, el affaire Taxil se remonta a 1884 o 1885, cuando este hombre se unió a una logia masónica, en donde estuvo durante diez meses aprendiendo sus ritos. Sin embargo, fue expulsado debido a que les había plagiado ciertos documentos para publicarlos en un periodiquillo que edita. Taxil no demostró sentimiento alguno por su expulsión, pero desde ese mismo momento empezó a fraguar su venganza.
Lo primero que hizo el muy taimado fue declarar públicamente que deseaba convertirse al catolicismo, del que había renegado hacía varios años. En seguida empezó a esparcir rumores y a publicar en folletos y revistas que los masones son discípulos del mismísimo Satanás, que en sus ritos secretos adoran una cabeza de carnero llamada Baphomet y que beben vino del cráneo de Jacques de Molay, el último templario.
Estas fantásticas descripciones fueron recibidas con alborozo por los católicos, tanto así, que el papa León xiii mandó llamar a Taxil y le pidió que le contara con detalle sobre las —ahora no tan secretas— reuniones masónicas. Y ahí no paró la cosa: León le dio a su tocayo un dinerito para que publicara una serie de libros en los que siguiera diciendo horrores, pero lo que se dice horrores, acerca de la logia. Por supuesto, Taxil lo hizo al pie de la letra y, de paso, empezó a inventar una sociedad secreta y luciferina llamada Palladium. Incluso se creó un alter ego llamado Dr. Bataille, un médico católico infiltrado en Palladium que desde el ojo del huracán relataría con pelos y señales todo lo que sucedía en esa siniestra organización.
Pasaron los años, Palladium se fue haciendo famosa y muchos escribían a la editorial de Taxil para solicitar su admisión y conocer en persona a la máxima sacerdotisa del demonio Asmodeo, la angelical Diana Vaughan —un personaje completamente ficticio, lo único que Taxil había tomado de la vida real era el nombre de su secretaria—, quien finalmente se había liberado de las garras del demonio e, iluminada por Juana de Arco, se había convertido al catolicismo.
Ayer, por fin, llegó el momento de la verdad. Taxil consideró que no podía mantener por más tiempo su engaño, pues ya había muchos que se habían obsesionado con Palladium y sospechaban que no existía. Así que convocó a la conferencia de ayer y soltó to-di-ti-ti-ta la sopa, poniendo en ridículo a todos: a los masones y a los que creyeron en Palladium, pero sobre todo a los católicos, que ya le habían financiado fuertes cantidades de dinero sin saber que estaban pagando una burla.
Así que Taxil, tras más de doce años de tejer una red de mentiras, se salió con la suya: se vengó de los masones que lo habían expulsado, vivió a costillas de los católicos de quienes había renegado y se convirtió en el autor de la broma de éste y otros siglos. ¡Maestro de maestros!
Au revoir!