«[…] Los árabes, que dejaron muladíes1 Muladí, del árabe muwalladi, dícese del cristiano español que, durante la dominación de los árabes en España, abrazaba el islamismo y vivía entre los mahometanos. devotos dondequiera que estuvieron —desde España, Portugal y Marruecos hasta el lejano Oriente, pasando por Sicilia, los Balcanes, Egipto —y grandes zonas al sur de Egipto—,
el Levante mediterráneo, Mesopotamia, Persia y la India—, dondequiera adoptaron también las cosas que hallaron buenas. Muchos de los arabismos, y entre ellos los “grandes” arabismos, cuentan sintéticamente esa historia.
A menudo, en efecto, las palabras de donde proceden no son originalmente árabes, sino adaptaciones de voces de las gentes con quienes los árabes tuvieron trato. El más prestigioso de esos países es Grecia.
Hay así arabismos procedentes, no digamos ya de Marruecos, de Egipto o de Siria, sino de Persia, la India, Bengala y más allá.
El papel de adaptadores y transmisores que desempeñaron los árabes en cuanto al saber helénico, comenzando con varias de las obras de Aristóteles, se refleja hasta en palabras como adarme, del griego drachmé, o adelfa, del griego daphne, o albéitar, donde hace falta cierto esfuerzo para reconocer el griego hippiatros ‘médico de caballos’.
El cero y el ajedrez, por ejemplo, nos llevan a la India; la naranja y el jazmín, a Persia; el benjuí a Sumatra, de donde los árabes traían ese incienso aromático, y en la palabra aceituní está encerrada no la aceituna, sino la remota ciudad china de Tseu-thung, donde se fabricaba ese raso o seda satinada.
En el caso de España, por una especie de paradoja, abundan particularmente los arabismos procedentes ¡del latín! Las palabras latinas castrum, thunnus y —malum— pérsicum —‘manzana de Persia’—, para poner tres ejemplos sencillos, no habrían dado origen a alcázar, atún y albérchigo, respectivamente, si no hubiera sido porque pertenecieron al habla familiar de los moros.
Algunos arabismos nunca fueron populares, tal como ahora no es popular buena parte del vocabulario científico o técnico, o del que emplean las clases sociales refinadas.
La palabra almanaque fue y sigue siendo popular; cenit, nadir y acimut son bien conocidas, pero alcora ‘esfera celeste’ no figura sino en uno de los libros técnicos de Alfonso el Sabio. Así también, arracada sigue siendo popular, mientras que la rara palabra alhaite ‘sartal de diversas piedras preciosas’ no está documentada sino en dos testamentos de reyes. Los arabismos alcora y alhaite son puramente históricos. También han pasado ya a la historia no pocos arabismos que fueron usados normalmente por toda la gente. Algunos desaparecieron porque las cosas mismas desaparecieron: la alahilca, ‘colgadura o tapicería de las paredes’, parte del ajuar ordinario de la casa árabe o arabizada, dejó a la larga de existir, como tantos refinamientos y saberes de los moros.
Puede ser que en cierto momento la palabra alfajeme se haya sentido demasiado morisca, demasiado degradante, y entonces los alfajemes españoles prefirieron llamarse barberos, tal como hay ahora barberos y peluqueros que prefieren llamarse “profesores de estética masculina”. Así también, dos palabras advenedizas, sastre y mariscal, dejaron en el olvido o en el limbo de lo rústico los arabismos alfayate y albéitar, tan arraigados antes en la lengua, o sea tan castizos. La designación normal del sastre sigue siendo alfaiate en portugués.
Salvo muy contadas excepciones —los moros latiníes, las granadas zafaríes, etcétera—, los arabismos hasta aquí mencionados son sustantivos. De igual manera son sustantivos, en su gran mayoría, los nahuatlismos del español de México.
Es lo normal en toda historia de “préstamos” lingüísticos. Tanto más interesante resulta, por ello, el caso de los adjetivos y de los verbos tomados directamente del árabe —directamente: sin contar algebraico, alcohólico, etcétera, ni alfombrar, alambicar, etcétera; sin contar tampoco azul, escarlata, etcétera, pues los nombres de colores lo mismo pueden ser sustantivos que adjetivos. He aquí los únicos que recoge Rafael Lapesa:
Adjetivos:
- baldío significó ‘inútil’, ‘sin valor’, y de ahí ‘ocioso’;
- rahez significó originalmente ‘barato’, y pasó a ‘vil, despreciable’;
- baladí es hoy sinónimo del galicismo banal; el significado primario puede verse en las “doblas baladíes” acuñadas por los reyes moros de Granada, de mucha circulación en los reinos cristianos, pero muy inferiores a las espléndidas doblas marroquíes: baladí era ‘local’, ‘de la tierra’, y, en este caso, ‘de segunda clase’;
- jarifo era, por el contrario, ‘de primera clase’, ‘noble’, y vino a significar ‘vistoso’, ‘gallardo’;
- zahareño, que significa ‘arisco’, era el halcón nacido en libertad —en los riscos—, apresado ya adulto, difícil de domesticar, pero estimado por su bravura;
- gandul, que hoy significa ‘vago’ y ‘bueno para nada’, no era originalmente adjetivo sino sustantivo, y además significaba muy otra cosa: Alonso de Palencia, en su Vocabulario de 1490 —poco anterior a la toma de Granada—, dice que gandul es “garçón que se quiere casar —que está en edad de casarse—, barragán valiente, allegado en vando, rofián”; o sea: muchachón arrojado, de armas tomar —barragán es elogioso—, amigo de formar pandilla con otros de su edad y condición; no muchos años después, los españoles se topaban aquí y allá, en tierras de América, con grupos de indios jóvenes, fuertes, belicosos, y apropiadamente los llamaron “indios gandules”;
- horro significaba ‘de condición libre’, ‘no sujeto a obligaciones’; “esclavo horro” era el emancipado, y
- mezquino era el ‘indigente’, el ‘desnudo’ —con matiz compasivo—, pero acabó por significar —con otro matiz— ‘miserable’, ‘avaro’.
Algo en común tienen estos adjetivos: todos ellos son enérgicamente valorativos
Verbos:
- recamar era ‘tejer rayas en un paño’ —se entiende que era un quehacer muy especializado—;
- acicalar era ‘pulir’, y
- halagar era también ‘pulir’, ‘alisar’. Los tres verbos se referían, pues, al acabado perfecto de una obra de artesanía; pero halagar se trasladó por completo a la esfera moral: ‘tratar a alguien con delicadeza, con cariño’ —alisarle el cabello—, y de ahí, por corrupción, ‘adular’, ‘engatuzar’. Se puede añadir un cuarto verbo, el arcaico margomar, sinónimo de recamar.
Sobre todo el frecuentísimo ¡ojalá! —‘¡tal sea la voluntad de Alá!’—, que en la Europa renacentista pudo prestarse al chiste de que los españoles adoraban al Dios islámico.
También proceden del árabe los pronombres indefinidos fulano y mengano, la expresión de balde o en balde —del mismo origen que baldío—, la partícula demostrativa he de “he aquí”, “he allí”, el importantísimo nexo sintáctico hasta —cada vez que decimos “desde… hasta…” hacemos funcionar una estructura gramatical “mestiza”—, y algunas interjecciones, como el arcaico ¡ya!, muy frecuente en el Poema del Cid —se puede “traducir” por ¡oh!—,
No menos interesantes son los arabismos “semánticos”, los que no pasaron al español con su materia lingüística, sino sólo con su espíritu.
Existen arabismos espirituales o semánticos que revelan una comunión especialmente íntima entre las dos lenguas. Palabras tan españolas y de etimología tan latina como fijo de algo —> hidalgo— y como infante/infanta ‘hijos del rey’ son arabismos semánticos.
La costumbre, por ejemplo, de decir “si Dios quiere”, o “que Dios te ampare”, o “don Alonso, a quien Dios guarde”, o “bendita la madre que te parió”, es herencia de los árabes.
En cambio, la influencia del árabe en la morfología de nuestra lengua es muy tenue: el único caso seguro es el sufijo -í de marroquí, alfonsí, sefardí, etcétera. En cuanto a la pronunciación, la huella del árabe es nula. A fines del siglo xv, Nebrija creía que tres sonidos del español, la h de herir —JERIR—, la x de dexar —DESHAR— y la ç de fuerça —FUERTSA—, sonidos inexistentes en latín, eran herencia de los moros, y en nuestros días todavía se oye decir que la j española de ajo y de juerga, inexistente en francés y en italiano, se nos pegó del árabe. No es verdad.
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A esos cuatro sonidos se llegó por una evolución plenamente románica, y su parecido con otros tantos fonemas árabes es mera coincidencia. Todos los arabismos de nuestra lengua se pronunciaron con fonética hispánica. Un ejemplo moderno ayudará a explicarlo: la palabra overol es anglicismo, pero todos sus fonemas son españoles; ninguno coincide realmente con los de la palabra inglesa overalls.»❧
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