Imaginemos la ciudad de México durante la última década del siglo XIX: la vida transcurre lentamente, no sucede nada extraordinario y nadie tiene prisa. Los hombres pueden darse el lujo de pasar varias horas en los salones, gastando un real por cada copa de ajenjo, la bebida de moda entre los intelectuales, para discutir varios temas de actualidad, de los cuales, uno de los preferidos es si el nuevo siglo empezará el primero de enero de 1900 o de 1901…
El México del progreso
Por entonces, Francia era el centro cultural del mundo y en el México porfiriano resultaba indispensable hablar francés para demostrar refinamiento. De Francia se habían importado, como casi todo, los ideales de su Revolución: «Libertad, igualdad y fraternidad», así como el positivismo, la doctrina que había permeado todos los ámbitos de la sociedad mexicana: la economía, la política y la educación.
Durante esa época, México se había modernizado gracias a la introducción de los ferrocarriles, el telégrafo, la electricidad y, en 1900, del tranvía eléctrico en la capital.
El siglo XX se recibía con los vientos del progreso, con la farmacéutica de Ehrlich, el aeroplano de los Wright y el cinematógrafo de los Lumière. Se dejaban atrás décadas de luchas intestinas en pro de la libertad, en las cuales muchos países de América habían recuperado su independencia. La psicología era la ciencia del momento y, congruente con el positivismo.
En México se vivía una época de gran crecimiento económico, de esplendor cultural, de paz sin precedentes e, incluso, de importante desarrollo tecnológico.
Sin embargo, no todo era color de rosa, la neurosis de fin de siglo era la elevada incidencia de suicidios —¿tendría algo que ver el ajenjo?— y no faltaba quien acusara a la prensa de haberlos fomentado al describir la manera en que los desafortunados se quitaban la vida: se disertaba sobre cómo debía masticarse la píldora de cianuro, aspirarse el ácido carbónico, ahorcarse con elegancia o hasta darse un balazo sin dejar un escenario desagradable.
El cuarto poder
Por entonces, ya se consideraba a la prensa como el cuarto poder, a pesar de que solamente la décima parte de la población sabía leer y escribir. Cada semana aparecía un nuevo periódico o revista, aunque su editor sabía de antemano que podía fracasar.
Porfirio Díaz, en la presidencia desde 1876, no permitía que se le criticara y, para evitarlo, había puesto en vigor la política de «pan y palo».
Díaz intentaba pagar los halagos mediante algún subsidio a la publicación y para 1888 subvencionaba casi 60 periódicos en la república —el costo de esa medida equivalía al del Congreso de la Unión: un millón de pesos al año—. Así, El Imparcial logró consolidarse como una industria poderosa, adulando a don Porfirio y cubriendo sus páginas con anuncios para reducir el precio del ejemplar a dos centavos; mientras que la prensa de oposición estaba muy lejos de poder competir con ese precio —El Hijo del Ahuizote costaba doce centavos.
La libertad de prensa había quedado garantizada en la Constitución de 1857; pero en 1870 se aprobó la Ley de Imprenta, que castigaba los «abusos» de escritos «injuriosos, subversivos, sediciosos e inmorales»; que pretendieran trastornar el orden público, incitar a la desobediencia de las leyes o imputaran a los gobernantes defectos falsos u ofensivos.
La ley señalaba que las penas serían económicas; pero en la realidad iban desde la clausura del diario hasta el encarcelamiento del autor, del prensista, el tipógrafo, el cajista, los dobladores e, incluso, de los niños «papeleros» y a veces hasta la incautación de la imprenta.
La palabra torturada
Muchos escritores sufrieron torturas destinadas a silenciarlos y reprimirlos; en la Cárcel de Belén, una de ellas era el cajón del muerto. Éste era un recinto sin luz donde apenas cabía un ser humano en el que se encerraba al preso junto con un dedal lleno de chinches durante varios días. Otra tortura era la bramadera: un poste al que se amarraban las manos y los pies hasta que el dolor se volvía insoportable y los reos empezaban a «bramar».
Tras cada reelección de Porfirio Díaz surgían más periodistas opositores y, a pesar del gran éxito de El Imparcial, algunas de sus publicaciones alcanzaron un tiraje de varios miles de ejemplares, hasta que los autores fueron encarcelados y las imprentas confiscadas.
A los periodistas más «peligrosos» o reincidentes se les enviaba a las tinajas de San Juan de Ulúa; quienes tenían más suerte eran exiliados.
Tal fue el caso de Daniel Cabrera, dueño de El Hijo del Ahuizote1 El término ahuizote proviene del náhuatl y se refiere a «un animal cuadrúpedo anfibio que vive en los ríos de tierra caliente, parecido a una nutria»., un periódico «feroz e intransigente con todo lo malo», escrito en verso y en prosa irreverentes, con historietas de caricaturas mostrando al presidente armado con la «matona» para acabar con la Constitución y echando raíces en la silla de la dictadura.
En éste, el presidente era «el señor», «el tente tieso», «el caudillo», «el rey»; sus gobernadores «los virreyes»; la democracia era «la machetocracia», en tanto que deseaban un «México para los mexicanos», burlándose de todo lo que había que censurar, como las reelecciones de los diputados:
Ya va a ser la reelección
Y los pájaros azules
Desempolvan las curules
Del Congreso de la Unión.
Ya se hallan en oración,
Conciliadores y cojos,
Que postrándose de hinojos,
No dejan de murmurar
¡Un votito popular
Para la misa de flojos!
Hubo heroicos periodistas que quisieron conservarse independientes y afrontar el peligro, como Ordóñez, quien fue quemado vivo en Pachuca; Olmos y Contreras, que fue muerto a puñaladas en Puebla, y Valadez, quien fue asesinado en Sinaloa.
Todo esto fue lo que padecieron los periodistas en los tiempos de don Porfirio; sin embargo hoy, en el siglo xxi, creemos que, ahora sí, estamos montados en la nave del progreso, porque el mundo se ha poblado de cibernautas y hay hombres que han viajado al espacio; pero el debate respecto a cuáles deben ser los límites de la libertad de prensa continúa escuchándose, y los riesgos siguen acechando.
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