Por Mariana Sáinz Santamaría
Primero, un poco de historia: a mediados del siglo XIX, el mundo estaba en conmoción por un invento que cambiaría para siempre la manera de recordar y registrar el mundo.
Para entonces, nadie imaginaba que se podrían reproducir imágenes tal y como las ven nuestros ojos —aunque en blanco y negro—, hasta que llegó la fotografía y, con ella, las cámaras de daguerrotipo, inventadas por Joseph Nicéphore Nièpce y Louis Jacques Mandè Daguerre.
En 1861, el asombro fue mayor, cuando el físico británico James Clerk Maxwell obtuvo la primera fotografía a color. Infinidad de personas se hicieron un retrato. Todos querían ver su rostro inmóvil en la perpetuidad de la emulsión del papel fotográfico.
En aquel entonces, tenían que esperar varios días para que se revelara la placa en la que había sido tomada la fotografía; pero luego la tecnología avanzó, y las placas y los daguerrotipos dieron paso a las cámaras portátiles y a los carretes fotográficos —inventados por George Eastman, fundador de la casa Kodak.
La película que contenía el carrete debía procesarse en un cuarto oscuro, donde el negativo quedaba en manos del fotógrafo y éste, con habilidad de ciego, tenía que exponerla a toda una serie de pasos: sacarla del carrete, enrollarla nuevamente en un tanque y verterle líquido revelador, esperar unos minutos, desenrollarla y secarla por varias horas —siempre dependiendo del clima—.
Pasado este tiempo, la película podía exponerse a la luz y, con el asombro de los grandes descubridores, podían verse las imágenes que habían surgido, sólo que los claros de la realidad aquí eran los oscuros, y viceversa.
Entonces había que pasar esa imagen al papel y, para ello, otra vez apagar la luz y, con una ampliadora a una determinada altura, lanzar un disparo de luz al negativo y de ahí al papel fotográfico.
Luego, el papel, ya cargado con la imagen que aún no era visible, se trasladaba a una charola con líquido revelador en la que, mágicamente, iba apareciendo la imagen; para terminar, una charola con más líquido para fijar la fotografía y… voilá! Tenía que secarse por otros cuantos minutos, antes de que la luz descubriera la obra final.
Un hallazgo caprichoso
En 1944, a Jennifer, la pequeña hija del físico estadounidense Edwin Herbert Land —quien ya había realizado importantes invenciones en el campo de la tecnología y la óptica, y siete años antes había fundado la compañía Polaroid—, no le gustó la idea de tener que esperar el proceso de revelado, y le preguntó a su padre por qué no podía ver ya las fotografías que le acababan de tomar.
En lugar de darle una retahíla de explicaciones, el amoroso Edwin se hizo la misma pregunta que su hija —¿Por qué no? — y, como todo papá consentidor, pensó en la manera de cumplirle el caprichito.
Tres años después, el 21 de febrero de 1947, en la ciudad de Nueva York, le presentó al mundo su maravilloso invento: la cámara de fotografías instantáneas.
Esta primera cámara no sólo hizo feliz a la ya no tan pequeña Jennifer, ya que 75 unidades del modelo 95 y los rollos Tipo 40 fueron puestos en venta para la Navidad de 1948 en una tienda bostoniana, a un precio de 95 dólares, y se dice que se vendieron las 75 cámaras y todo el rollo desde el primer día de exhibición.
Para 1950 ya se habían vendido un millón de rollos. Modelos nuevos de la cámara y otros más sofisticados, fueron apareciendo rápidamente y, para 1956, ya circulaban en el mundo un millón de cámaras Polaroid, y sólo seis años después esta cifra ya se había cuadruplicado.
La verdadera maravilla de estas cámaras fue el desarrollo tecnológico de la película: para lograr el revelado instantáneo, el papel fotográfico era empujado por dos láminas, de manera que una pasta de revelado se distribuía entre la parte superior e inferior, entre el positivo y el negativo: así, 90 segundos después se tenía una fotografía Polaroid.
Los pros y los contras de la polaroid
A partir de ese momento, todo aquel que quisiera estar a la vanguardia debía tener una Polaroid. Su tamaño era accesible para llevarla a todas partes y captar imágenes.
El papel iba saliendo poco a poco —cual mensaje de fax—, y la imagen de unos niños jugando en la arena se plasmaba como un sueño tangible ante los ojos.
Tomada la 20 fotografía, se tenía que secar como si se avivara el fuego de un anafre para calentar tortillas y entonces, se volvía manejable y presumible para quien deseara verla.
Pero no todo era miel sobre hojuelas. La Polaroid, que privilegiaba la rapidez y la portabilidad, no tenía buena calidad de imagen. Además, sus fotografías no tenían el respaldo del negativo: si alguna de ellas se manchaba o rayaba, se perdía para siempre, sin la posibilidad de reproducirla.
Sin embargo, los artistas aprovecharon esta deficiencia como parte de su arte; también la Polaroid se utilizaba en los estudios de fotografía publicitaria para realizar bocetos y para saber cómo lucirían las tomas, en cuanto a composición y luz, en la imagen final.
Nostalgia Instantánea
Las décadas venideras estarían marcadas por el liderazgo de Polaroid en la fotografía instantánea. Modelos legendarios de rollos y cámaras —la serie 100, la sx-70, la línea 600, la Spectra— se sucedían con rapidez.
Sin embargo, a mediados de la década de los 90, el interés del público que ya no se sorprendía ante la inmediatez de la Polaroid empezó a decaer y, para finales de la misma década, la irrupción e inminente popularización de las cámaras digitales comenzarían a cavar su tumba.
Hoy en día, la tecnología digital ha desplazado a esta técnica que revolucionó la fotografía hace 60 años. Si bien las «cámaras con laboratorio incluido» son cosa del pasado, también forman parte de la historia de la fotografía, y conservan un sabor que muchos nostálgicos y amantes de lo retro se empeñan en salvar.
Sólo el tiempo, ese que Edwin H. Land desafió, será el que tenga la última palabra.