Hay naciones que, allende mapa o territorio, trazan sus confines con las lindes del idioma, con las líneas de su verso. Ucrania es una de esas naciones, y así lo ha demostrado a través de los siglos con los ánimos versátiles, aun mudables, de su literatura y su poesía. El primer periodo de la lírica de Ucrania tiene ya mil años y se acomoda en la feraz tradición oral de la Rus de Kiev/Kyiv, entre los siglos X y XIV. Esa poesía, mayormente heroica y folclórica, conforma el ciclo de las bilini, piezas de un patrimonio compartido entre los pueblos eslavos orientales: los bielorrusos, los rusos y, desde luego, los ucranianos mismos. Para los siglos XVI y XVII, cuando la cultura y la sociedad ucraniana pasaban por un auge, la duma releva a la bilina y se convierte en el canto que, durante el Hetmanato cosaco, daría a los ucranianos un renovado sentido de unidad nacional en sus cadencias melódicas y sus graves temas. Los kobzari, ciegos en su mayoría, fueron los bardos itinerantes que, con el tono de lamento de las dumi, prestaron voz y música a las hazañas de héroes tan atribulados como valerosos. Ya desde entonces cantaban los poetas ucranianos con esa pesadumbre que a menudo acompaña a los más cruentos hechos de armas.
Mazeppa, el hétman de Ukrania,
Sereno, fuerte, indomable,
Casi tan áspero y viejo
Como los vecinos árboles,
De un roble al pié, sitio busca
Donde sus miembros descansen. “
Mazeppa”, de George Gordon, Lord Byron. (Traducción de José María Roa Bárcena)
Aunque se dice que Iván Kotliarevski fundó la poesía (y la lengua) ucraniana moderna con su Eneida, de 1798, fue el romanticismo de la centuria posterior lo que, en su conjunto, legitimó el idioma vernáculo de Ucrania con versos que perfilaban una exaltada autonomía cultural y nacional. Poetas como Taras Shevchenko y su amigo-rival Panteleimon Kulish revolucionaron las estructuras del pensamiento mítico y enlazaron el intimismo lírico con el vituperio público contra la opresión, sobre todo la que venía de la Rusia zarista. La transición hacia las vanguardias del siglo XX se le debe al muy versátil Iván Franko, que, con la variedad estilística y temática de su obra, prepara a los poetas de su nación para enfrentarse, imaginativamente y entre otras circunstancias, a los embates de dos guerras mundiales, el sistema soviético y el terror estalinista. Así, el innovador simbolismo de un Pavlo Tichina o el futurismo inquietante de un Mikola Bazhan, entre una cantidad considerable de poetas, mantuvieron la potencia del verso de Ucrania durante periodos enteros de afanes y desazón.
Las últimas cuatro o cinco décadas han testimoniado, adversidad mediante, algunos de los más recientes estampidos poéticos de la historia literaria ucraniana. Entre las voces más significativas de los últimos tiempos se halla la de Yuri Andrujóvich, quien en poemas como Biblioteca nos echa a bucear en la experiencia lectora: “aguantamos la respiración y / en precario balance / como gimnastas aéreos / al zambullirnos en gruesos tomos / sin esperanza alguna de salir / los libros nos tragan como el mar…”. También está Oksana Zabuzhko, que localiza el origen de la lírica en nuestro propio enfrentamiento con el universo y la mortalidad: “‘¡Alto!’, grita el alma, al escapar / en la frontera deslumbrante / entre dos mundos […]. / Mira, de ahí viene el verso”, alega Zabuzhko en Definición de la poesía. El también novelista Serhiy Zhadan revive los dolores de la antigua duma al suponer, en la contrariedad contemporánea, que “Quizá no sea yo el único que llora, quizá. Ya no tengo casa, sólo me queda la memoria”.
Así, la poesía de Ucrania evoluciona con sorpresa y energía. Pasa, con la complejidad que ello presupone, de la murria individual al clamor y la inquietud de devenires compartidos. Se desliza entre la reflexión estética y el posicionamiento político. El verso de esa nación, tensada por la historia entre pérfidas nociones de Oriente y Occidente, regala posibilidades inusitadas en sus amplios rangos imagísticos y tonales.