Cuando Luis xiv subió al trono de Francia en mayo de 1643, nadie hubiera podido imaginar que ese niño de cuatro años transformaría la nación francesa y las costumbres de toda Europa con sus aficiones estéticas y culturales. He aquí un breve recuento de cómo el «rey Sol» combinó con maestría el poder absoluto con el refinamiento.
Mientras alcanzaba la mayoría de edad, Luis xiv estuvo bajo el cuidado de su madre, Ana de Austria —que se crió en la corte de Madrid— y de su tutor, el cardenal Guilio Mazarino; este último le inculcó su amor por la estética refinada y el lujo, y también le enseñó ciertos códigos teatrales empleados en la liturgia barroca que el monarca supo aprovechar para afianzar su personalidad carismática y arrolladora. Pero esa personalidad requería de un teatro donde pudiera lucir todo su genio y esplendor: un escenario sin precedentes.
Una casa de campo
En su origen, Versalles era un antiguo feudo medieval —con un pequeño castillo y una humilde aldea— ubicado a unos 20 kilómetros de París, cuya única belleza consistía en estar rodeado de frondosos árboles, lagunas y riachuelos. Luis xiii eligió ese lugar para construirse un refugio donde pudiera practicar la caza.
Luis xiv conoció Versalles a los 13 años y, aunque no le disgustó, estaba acostumbrado a vivir con su madre en lugares con amplias comodidades como Louvre, Fontainebleau y Saint-Germain. Hasta entonces, no existía una sede fija para la corte.
Tal vez Versalles seguiría siendo una simple casa de campo, de no ser porque en 1661, el ministro de finanzas Nicolas Fouquet organizó una fiesta para inaugurar el castillo Vaux-le-Vicomte y con ello, rendir un homenaje a su amado rey. Además de la nobleza, a la fiesta asistieron algunas de las mentes más brillantes de Europa; en la cena se sirvieron especialidades de Oriente nunca antes probadas en Francia, al tiempo que se interpretaron algunas composiciones musicales y una obra de Molière, que habían sido escritas ex profeso. A la cena siguió un paseo por los jardines del palacio y un espectáculo de fuegos artificiales. Todos los asistentes coincidieron en que jamás se había realizado una celebración tan espectacular. Sin embargo, al día siguiente Fouquet fue arrestado y, tres meses más tarde, juzgado por desfalco al Tesoro Nacional, y por este motivo, pasó los últimos 20 años de su vida recluido.
El derroche que Fouquet había preparado para homenajear al rey Luis xiv sólo provocó su indignación, pues, para él, ninguno de sus súbditos podía tener una residencia más elegante que la suya. Por ello, Luis xiv empleó a los mismos arquitectos, decoradores y paisajistas que habían construido el palacio de Fouquet para que diseñaran una residencia majestuosa como emblema del buen gusto del «rey Sol»… y de la nación que estaba por erigir.
Vigilar a la nobleza
Luis xiv ascendió al poder hacia el final de dos terribles guerras civiles: Las Frondas. La nobleza fue una de las principales instigadoras de esos conflictos, porque rechazaba el poder absoluto de la corona y ansiaba volver a los tiempos del feudalismo, cuando el rey tenía poca autoridad sobre ellos. Si bien los nobles perdieron la segunda Fronda, aún conservaban un profundo resentimiento y sólo esperaban una oportunidad para levantarse de nuevo contra la monarquía.
Versalles no sólo se construyó para demostrarle al resto de Europa el camino a seguir en arquitectura y decoración de interiores, sino también para que el rey vigilara a sus enemigos de cerca.
Por lo anterior, Luis xiv participó personalmente en el diseño de Versalles, cuidando que toda la corte tuviera cabida en su palacio. El dormitorio del monarca se ubicó en el centro geográfico de Versalles, como signo de que nada podía ocurrir en la nación sin que él lo autorizara. Con ello, las disputas de la nobleza por el poder fueron reducidas al protocolo cortesano, en el que se debían seguir estrictas normas de comportamiento, si es que pretendían conservar sus privilegios.
Luego de amagar a la nobleza, Luis xiv impuso una inflexible política de conversión de los protestantes al catolicismo y limitó el poder del papado en su territorio. A partir de entonces, el «rey Sol» gobernó Francia apoyado sólo por consejos consultivos que él mismo elegía, y la burguesía fue controlada con la política mercantilista de Jean-Baptiste Colbert —su nuevo ministro de finanzas— que subvencionó la industria, estableció aranceles y potenció los mercados coloniales.
En mayo de 1682, Luis xiv se estableció de forma definitiva en Versalles con toda una corte que, de sólo imaginar su vida en el palacio más bello del mundo, no puso la menor objeción.
Como te ven… te tratan
Las actividades de Luis xiv estaban regidas por la elegancia. La moda cortesana se convirtió en algo más que una frivolidad: un medio para destacar y recibir los favores del rey. Las ceremonias cotidianas se llenaron de símbolos que estaban representados en finas telas, encajes, bordados e infinidad de adornos personales.
Esto trajo, como consecuencia, nuevas costumbres de consumo y nuevos oficios, como el de las marchandes de mode —vendedoras de moda— que muchos años después dieron origen a la industria francesa de la alta costura. El atuendo del rey debía ser único e irrepetible. En casi todos sus retratos, Luis xiv aparece envuelto en armiño, sedas, bordados en plata y oro, joyas y con rizadas pelucas que ningún cortesano debía igualar en tamaño o estilo. Además de la ropa, la vida en la corte estaba regida por un protocolo estricto y complejo que pasó a la posteridad con el nombre de «etiqueta versallesca». Pero la opulencia no se limitaría a Versalles y sus jardines.
La «Ciudad Luz»
En octubre de 1662, Luis xiv creó en París el Centro de Portadores de Teas y Faroles: una red de empleados que se situaron con lámparas de aceite y antorchas en los puntos neurálgicos de la ciudad y que debían acompañar hasta sus casas a las personas que trasnocharan.
La medida resultó un éxito y pronto se estableció una tarifa de tres soles —equivalentes a cien pesos mexicanos actuales— por 15 minutos de trayecto a pie. Por cinco soles, se les podía contratar para que subieran a un carruaje. Esto cambió la vida de París a tal grado que, en 1667, Luis xiv ordenó que se ideara un sistema de iluminación fija. Pronto 2,736 faroles de vidrio colgaban de las fachadas de las casas —a razón de dos por calle, o tres si se trataba de largas avenidas— y aunque esto acarreó algunas molestias de los vecinos —pues debían turnarse para encender, apagar y limpiar las lámparas a diario—, pronto se vieron beneficiados porque disminuyeron notablemente los robos y, con ello, el miedo a salir por las noches. Pese a las limitaciones técnicas, esto causó conmoción en el resto de Europa y desde entonces París recibió el sobrenombre de la «Ciudad Luz».
El turismo, como ahora lo conocemos, se originó en la «Ciudad Luz» al publicarse las primeras guías para visitantes en las que se indicaban los lugares en donde se podía pasear y divertirse hasta «altas horas de la noche».
Esclavos de la moda
Para 1670, París era la ciudad más poblada de Europa con cerca de 400 mil habitantes, y sus avenidas iluminadas también cambiaron las costumbres de la sociedad. Por primera vez, perfumes, zapatos, pelucas y telas podían verse en escaparates en los que se arremolinaban multitudes que suspiraban con cada producto. La demanda que impuso la moda permitió que las mujeres se abrieran paso en oficios que antes eran exclusivos de los hombres, como la costura. Las modistas tenían permiso para crear abrigos, pero no vestidos; como respuesta diseñaron el manteau: una chaqueta larga que pronto se empezó a usar como vestido. Por su parte, las vendedoras sólo podían comerciar accesorios para el pelo y los hombros, y comenzaron a poner de moda complicadísimos tocados hechos con plumas y encajes.
La Academia Francesa acuñó un término para describir a las adictas de estas novedades: «esclavas de la moda» —esclaves de la mode—, y tal fue el éxito generado en torno al gusto por la ropa, que en 1672 se publicó Le Mercure Galant, la primera revista de la historia que, además de señalar la pauta de las últimas «tendencias», inventó el concepto de las «temporadas»: así, lo ideal para 1678, se convertía en demodé al año siguiente. Las destinatarias de las publicaciones de moda no fueron las mujeres de la corte —pues éstas tenían sus modistos particulares— sino el resto de la población que ansiaba imitarlas… como sucede hasta hoy en día.
Bon appétit
Una de las estrategias del «rey Sol» para generar ingresos en su país fue promocionar el consumo de lo que ahí se producía. Hasta el siglo xvii, la alta cocina se basaba en el uso y abuso de especias orientales —canela, jengibre, nuez moscada— incosteables para un país entonces escaso de colonias. Luis xiv exaltó los encantos del tomillo, el perejil, las hierbas provenzales y otros productos franceses, y eso generó una revolución gastronómica.
En 1650 se publicó El cocinero francés, el primer libro de recetas en el que se predijo que la cocina gala definiría el gusto occidental. Pronto los indigestos platos renacentistas dieron paso a verduras, frutas, aves y salsas refinadas, y elegantes mesas ovaladas sustituyeron los toscos tableros medievales. La primera mesa de comedor se estrenó en 1673 y, al poco tiempo, se idearon nuevas piezas para consumir los alimentos: salseras, tazones para sopa, cucharas individuales y de diversos tamaños. Esto motivó la creación de la porcelana francesa y la aparición de nuevos modales para comer. A los entendidos en las nuevas artes para sentarse a una mesa se les llamó gourmets.
El Estado inmortal
El reinado de Luis xiv fue primordial para que cualquier producto de Francia se convirtiera en sinónimo de prestigio y refinamiento. Hasta la fecha, la moda y la gastronomía siguen el rumbo de lo que se dicta en Francia, como eco de la influencia que tuvo la corte de Versalles sobre el resto de Europa. Poco antes de morir, Luis xiv comentó a sus allegados: «Yo me iré, pero el Estado permanecerá siempre».
Y no se equivocó, porque la nación que él imaginó, pervive en la opulencia exquisita que, hoy en día, sólo puede recibir el calificativo de «lo francés».❧
Al autor de este artículo, a diferencia de todo aquel que se las da de cosmopolita, no le interesa (aunque lo entiende) hablar francés, porque en cuanto intenta pronunciarlo, no falta un «experto» que lo corrija con la misma presunción y desprecio que, seguramente, se estilaba en la corte de Luis XIV cuando se cometía alguna falla en el protocolo. Lo que sí le parece irónico y casi de «justicia divina», es que a esos mismos «expertos» los «ningunean» en Francia y no hay parisino dispuesto a entenderlos.
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