Escribir no es negocio fácil; los tratos con la musa esquiva suelen ser accidentados y crueles. Cada escritor debe establecer ciertos modos para llegar a ella y obtener de alguna manera su favor. Hay algunos atajos que, gustosos, sendos artistas han tomado —nunca tan literalmente— en exceso y con disciplina.
Otros, en cambio, han observado ciertas prácticas inmutables, manías y supersticiones cuyo cumplimiento haría de las musas aliadas fieles a las que acudir para que soplen sobre sus cabezas los secretos creativos que celosamente resguardan. Todo ello para alejarnos del más implacable enemigo: el writers block, conocido en estas tierras como ‘bloqueo creativo’, o más coloquialmente, el «embotamiento».
«Cada quien se mata las pulgas como puede», reza un viejo y sabio refrán. Aquí he reunido algunos de los recursos que destacados colegas míos alrededor del mundo han utilizado en su fructífera carrera. Comenzaré con un amigo mío mucho muy cercano —pero muy cercano— que no por ser el primero es el mejor de todos los que aquí se mencionan. O a lo mejor sí lo es.
Carlos Fuentes (1928-2012)
Su disciplina para escribir era proverbial; al respecto decía: «los libros no se escriben solos ni se cocinan en comité. Es un acto solitario y, a veces, aterrador. Es como entrar a un túnel sin saber si habrá salida». Según relatan quienes lo conocieron, Fuentes literalmente se esposaba al escritorio durante horas; su escritura apenas se veía interrumpida por la hora de la comida. Este escritor decía que la labor de crear estaba compuesta por 10% de inspiración y 90% trabajo. En el remoto y extraño caso de que no trabajara durante el día, se sentía un «miserable huevón» —palabras absolutamente suyas.
Virginia Woolf (1882-1941)
La autora del célebre ensayo Una habitación propia —A Room of One’s Own— (1929) se quedaba, por lo menos, dos horas y treinta minutos encerrada en su habitación, escribiendo. Y lo hacía, para mayor delectación de la reciedumbre, de pie. Como otros genios en la historia, Woolf tenía fama de tener un carácter complejo; era famosa entre los vendedores de las tiendas por su debilidad para rebatir y sugerir productos para sus anaqueles.
Agatha Christie (1890-1976)
Está considerada como la autora que más libros ha vendido en la historia, sólo por detrás de William Shakespeare, de acuerdo con los Récord Guiness. En su curriculum vitae figuran 66 novelas policiales, 6 rosas y 14 relatos cortos; entre ellas, un volumen considerado entre los mejores 100 libros en la historia según el diario Le Monde: La muerte de Roger Ackroyd —The Murder of Roger Akroyd— (1926).
Este ritmo febril de producción sólo era posible gracias a un trato privilegiado con las musas; en su caso, Christie las cortejaba desde la bañera, mientras comía manzanas. Ese era su ritual.
Gabriel García Márquez (1927-2014)
Sin flores amarillas, «Gabo» no escribía. Éstas debían ser colocadas en su escritorio y, por sobre todas las cosas, tenían que ser naturales. Las artificiales, según creía, eran de mala suerte, lo mismo que los caracoles detrás de la puerta y los pavorreales —los falsos, no vaya usted a creer—. Se dice que al escribir dejaba sus pies desnudos; y que si la musa se le negaba, el colombiano no movía el lápiz ni por equivocación.
Philip Roth (1933-2018)
Fernando Savater dijo alguna vez que el mejor estado del lector es la soledad; lo mismo, y un poco más, podría decirse del escritor. Roth lo siguió al pie de la letra. En 1972 comenzó a vivir en una cabaña del siglo xviii, en Connecticut. Era un medio completamente rural; sin distracciones y lejos de la acelarada vida de ciudad. Cada día de trabajo, Roth hacía ejercicio, desayunaba, y luego comenzaba a escribir con disciplina. «Escribir no es un trabajo duro: es una pesadilla», dijo. Y eso que no lo interrumpían.
Truman Capote (1924-1984)
Pasaba al menos cuatro horas al día acostado, luego de despertar. Esto lo hacía no precisamente por holgazanería; Capote afirmaba que escribir desde la cama le traía beneficios a su creatividad. Por otro lado, hasta la nicotina que consumía debía tener algún orden, como que tres colillas de cigarro no podían mantenerse en el cenicero. Los viernes eran los días menos resolutivos de su vida: no podía terminar ni comenzar nada. ¡Pobres de sus editores y los deadlines del fin de semana!
Isaac Asimov (1920-1992)
Un 4×4 de la escritura. Asimov no descansaba nunca, escribía los siete días de la semana, en un horario de ocho horas y sin feriados. En total se estima que escribió cerca de 500 volúmenes y 9 00o cartas y postales. No revisaba sus escritos una vez que los terminaba; y eso que escribía una media de 35 páginas diarias, ¡diarias!
Friedrich Schiller (1759-1805)
Si los escritorios hablaran… Schiller, junto con Goethe, son las máximas figuras de las letras alemanas. Fue una mente central para la Ilustración y sus poemas aún son recitados dulcemente. No obstante, esa «prístina» cualidad de su escritura estuvo, al momento preciso de ser creada, envuelta por algunos olores non sanctos.
Resulta que Schiller guardaba manzanas podridas en los cajones de su escritorio, así mantenía activa su vena creadora. El recurso no parece disparatado; las frutas podridas liberan gas metano, y sus efectos son muy parecidos a los de una borrachera —absténganse de probarlo, escritores nóveles.
John Steinbeck (1902-1968)
Este escritor de poderosos bigotes, autor de perlas como La perla (1946), gustaba de escribir con sólo una clase de lápices: los hexágonales. Por alguna razón, Steinbeck tomaba los lápices con tal fuerza que, al cabo de un tiempo, se destrozó los dedos. Su editor —un hombre piadoso, como todos los editores— le obsequió lápices redondos. Y la calidad de su escritura se mantuvo igual. Hasta mejor.
Alexandre Dumas (1802-1870)
Mejor conocido en nuestro medio hispano como Alejandro Dumas. Este autor tenía serias y muy definidas ideas sobre los colores y su relación con la creatividad. Durante toda su vida —y cuando escribo «toda su vida» me refiero a «toda su vida»— escribió ficción en hojas azules, artículos en rosas, y poesias en amarillas. Es muy probable que esa clasificación haya sido comunicada a los numerosos «negros» literarios que trabajaban en sus proyectos.
Pablo Neruda (1904-1973)
Se llamaba Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, pero pasó a la historia como Pablo Neruda. Su nombre probablemente lo tomó de Norman Neruda, un personaje de la novela de Arthur Conan Doyle, Estudio en escarlata (1867). Pero el escarlata no era propiamente su color; es posible que algunos de sus poemas —tal vez la mayoría— hayan sido escritos en tinta verde. Neruda no podía escribir en otro color.
Nicolás Maquiavelo (1469-1527)
Más que un ritual para escribir, el del florentino era un ritual para leer. El hombre más influyente para la Ciencia Política, y quien sentó las bases de la Ilustración, se aseaba y vestía con una túnica blanca impoluta, para así llegar presentable a su cita con las clásicos griegos o romanos que leía con devoción. Maquiavelo tenía una bien nutrida biblioteca, a la que arribaba al anochecer para proveerse de conocimientos; hasta ella no llegaban los ruidos de la noche. ¡Qué envidia!