Al psicólogo alemán Hermann Ebbinghaus (1850-1909), se le atribuye el comienzo del estudio médico de la memoria. Comenzó por tratar de recordar sílabas sin sentido durante un periodo de 31 días. Conforme pasaban, cada día recordaba una mayor cantidad de ellas, especialmente las que conectaba con su rutina diaria. Ebbinghaus se percató de que la asociación de las palabras con algo sensorial, como el olfato, la audición o la visión, eran más fáciles de recordar.
La memoria operativa es un prístino ejemplo de la maravilla del órgano que nos diferencia del resto de la fauna animal, aquello que nos hace humanos. Las sensaciones táctiles, olfativas, visuales y auditivas están implicadas en ella.
Estamos muy seguros de que, durante la pandemia, usted ha intentado, al menos, una nueva receta de cocina. Aquella pasta que cocinó en pleno encierro implicó el uso completo de sus capacidades sensoriales y de memoria, y, si acaso no la batió, la quemó ni la saló, la recuerda con gusto.
La memoria, como casi todos los procesos mentales, está regida por nuestra corteza cerebral, aquella cancha de tenis que nos separa del resto de los animales y nos hace más dominantes, a pesar de nuestra falta de pelo o colmillos, pero que nos permite repetir estrofas breves de «Minnie the Moocher» en una buena noche de blues o evitar una comida rancia.