Chicos y chicas, todavía sigo extasiada y un poquito sofocada ante lo que viví hace algunas noches en una extraordinaria velada musical estelarizada por el carismático músico Franz Liszt.
París, Francia, 1844
Les tengo que contar: este romántico compositor ha andado de gira por muchas partes de Europa desde hace unos tres o cuatro años, y donde quiera que se presenta causa furor. Toca el piano con tal ardor y virtuosismo, que la gente —sobre todo las damiselas, hay que confesarlo— se vuelve loca en sus conciertos.
El chico Liszt fue un niño prodigio que componía desde los diez años y ahora, a sus 32, se ha convertido en un hombre guapísimo que se roba los corazones de todas sus escuchas. Sin mentirles, en la presentación a la que yo asistí pude ver que Franz se quitaba sus finos guantes y los depositaba en el piano. De inmediato, una jauría de admiradoras se abalanzaron sobre ambas prendas y literalmente las destrozaron y se las repartieron para guardar aunque fuera un trocito como recuerdo de la romántica velada.
Al final del concierto, Liszt, con su larga y afilada nariz, sus labios delgados, sus ojos profundos y su sedosa melena, se retiró del escenario, no sin antes dejar estratégicamente «olvidados» su cigarrera y un pañuelo, otra vez, encima del piano. Y de nuevo la multitud se aventó exaltadísima por los dos objetos, que también se repartieron cual trofeos.
Durante el concierto, varias jóvenes cayeron desmayadas ante su ídolo; otras, histéricas, le gritaban piropos —la mayoría subidos de tono— al atractivo genio, bueno, que la lisztomanía está imparable. No lo sé de cierto, pero me han contado que la situación es la misma en todos los lugares donde se presenta. Yo salí un poco despeinada y con el vestido todo pisado del recital, pero debo confesarles que… ¡lo logré! Aún guardo bajo mi almohada un trocito de pañuelo que Franz Liszt retuvo por unos instantes entre sus delicadas manos.
Au revoir!