¿Qué hizo esta mujer negra originaria de Virginia para acceder a la inmortalidad?
Por siglos, los estadounidenses de raza negra no acudían al médico salvo que no les quedase más remedio. Por eso a Loretta Pleasant la trajo al mundo, el 1 de agosto de 1920, una comadrona llamada Fannie.
Loretta —que, por razones desconocidas, después fue llamada Henrietta— nació en una choza ubicada al final de las vías del ferrocarril en Roanoke, Virginia, donde vivía hacinada con ocho hermanos. Allí permaneció hasta 1924, cuando su madre murió al dar a luz a su décimo hijo.Luego, su padre la llevó a Clover, Virginia, donde sus antepasados habían trabajado como esclavos en las plantaciones de tabaco.
Henrietta acabó en la casa de su abuelo materno, Tommy Lacks, y allí se crió con su primo David Lacks. La vivienda era pequeña y muy fría. Henrietta y David dormían en la misma cama desde niños y acabaron procreando a Lawrence, su primer hijo, poco después de que Henrietta cumpliese los 14 años. Los hijos nacían en el suelo, como lo habían hecho los padres, los abuelos y demás ancestros.
Primeros síntomas
Alrededor de 1950, Henrietta empezó a sentirse mal y se tocó un bulto en el bajo vientre. Les contó el asunto a sus primas Margaret y Sadie, y confesó que sentía un dolor intenso cada vez que tenía relaciones sexuales. Ella ya había padecido las enfermedades venéreas que le había transmitido su esposo, pero en esta ocasión sospechaba que sufría de algo distinto. Sus primas le recomendaron que acudiese al médico, pero ella no quiso. Temía que el médico le extirpase el útero y ya no pudiese tener más hijos.
Una semana después, quedó embarazada de Joe, su quinto vástago. Cuatro meses y medio después de dar a luz a Joe, Henrietta se encerró en el cuarto de baño, llenó la bañera de agua caliente y se metió en ella. Se introdujo un dedo y se palpó el cuello del útero. En el lado izquierdo del orificio cervical tocó algo duro: había encontrado el bulto que tanto le dolía. Le pidió a su esposo que la llevase con el médico.
Su médico familiar la examinó, observó la lesión en el cuello del útero y supuso que era un chancro sifilítico. Sin embargo, los exámenes de laboratorio no confirmaron esta suposición, así que le recomendó que fuera a la clínica ginecológica del hospital Johns Hopkins.
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El ginecólogo de guardia era Howard Jones, quien, después de escuchar lo que Henrietta le contó sobre su bulto, revisó el expediente. Allí se enteró de que la paciente había sangrado sin causa aparente por la vagina y también al orinar en sus últimos dos embarazos.
También se enteró de que Henrietta no disfrutaba sus relaciones sexuales y que padecía una forma asintomática de sífilis en el sistema nervioso —neurosífilis— para la que no tomaba ningún tratamiento. También se le había diagnosticado gonorrea y tampoco había recibido medicamentos.
El doctor Jones encontró el bulto donde Henrietta le dijo. Ya había visto muchos cánceres del cuello uterino, pero nunca uno como aquél, brillante y de color púrpura. Lo describió como «una gelatina de uva».
Una «gelatina» invasora
Al doctor Jones le llamó la atención que apenas unos meses antes —el 19 de septiembre de 1950—, Henrietta había dado a luz en el hospital, y que también había acudido a revisión seis semanas después. Los médicos que la habían examinado en aquellas ocasiones no habían detectado ninguna lesión en el cuello del útero. Descartando la remota posibilidad de que el tumor les hubiese pasado inadvertido, Howard Jones concluyó que el cáncer de Henrietta había crecido a una velocidad vertiginosa.
El 6 de febrero de 1951, un día después de que el doctor Jones le comunicara por teléfono el resultado de su biopsia, Henrietta Lacks reingresó al Hospital Johns Hopkins para recibir tratamiento.Como su tumor era invasor, lo que procedía era insertarle unos tubos de material radioactivo en el cuello del útero.
El doctor Lawrence Wharton inició este procedimiento en la mesa de operaciones. Pero antes, y sin haber informado a Henrietta de lo que se proponía hacer, el doctor Wharton tomó un bisturí y cortó dos pequeños fragmentos de su cuello uterino, uno del tumor y otro del tejido sano. Los colocó en una placa de vidrio y envió las muestras al laboratorio del doctor George Gey —quien intentaba, sin mucho éxito, cultivar células humanas.
Dos días después de que Henrietta fuera dada de alta tras el primer tratamiento con radio, Mary Kubicek observó una especie de anillo similar a la clara de un huevo frito en torno a los puntos en donde había depositado las células cancerosas de Henrietta.Aquellas células que habían llegado en frascos etiquetados como «HeLa» –células de Henrietta Lacks– no sólo estaban vivas, sino que se estaban multiplicando a una velocidad prodigiosa.
Había nacido el primer cultivo de células humanas inmortales de la historia. Esas células se siguieron reproduciendo y se han mantenido vivas hasta hoy. Con los suficientes nutrientes en el medio de cultivo, las células HeLa se multiplican sin freno. Ni siquiera necesitan una superficie estable para hacerlo: crecen y se dividen en el líquido en donde flotan.
Inmortalidad sin gloria
Las células cancerosas e inmortales de Henrietta Lacks han revolucionado la investigación biomédica y otros muchos terrenos del conocimiento humano.
Algunas de ellas fueron enviadas fuera de la atmósfera terrestre en las misiones espaciales para analizar el efecto de la falta de gravedad en las células humanas; muchas otras se encuentran en los laboratorios de todo el mundo; en ellas se probó la vacuna de la polio desarrollada por Jonas Salk, y han servido para estudiar los efectos tóxicos de numerosos medicamentos, los mecanismos de la ateroesclerosis y el funcionamiento del sistema inmune.
Se calcula que, al día de hoy, se han producido alrededor de 50 millones de toneladas cúbicas de células HeLa.
Pero, como ya se veía venir, las cosas no marcharon bien para Henrietta Lacks: la enfermedad avanzó. Le administraron antibióticos sin ninguna mejoría. Recibió algunas transfusiones de sangre, pero siguió empeorando. Falleció el 4 de octubre de 1951 con una grave insuficiencia renal crónica. La autopsia reveló que el tumor se había extendido de manera masiva, invadiendo la mayor parte de sus órganos.
Aunque Henrietta murió, algo mucho más tangible que los recuerdos la sobrevivió, y sigue vivo y pujante hasta el día de hoy. De alguna manera, una parte de Henrietta se mantuvo viva, desatando una revolución científica que convirtió a su dueña en la mujer que más ha contribuido al conocimiento médico en toda la historia.
Conoce la historia completa en el libro La ciencia platicadita II, de Algarabía editorial.
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