M’ijitos, la estoy pasando requetebien en este viaje por los Alpes italianos, pero lo más delicioso —además de la vista— son los chismes que he encontrado a mi paso.
Lago di Garda, Italia, diciembre de 1912
Justo ayer estuve paseando a orillas de este gran lago y me contaron de unos nuevos vecinos que se establecieron hace apenas tres meses en la zona. No van a creer de quiénes se trata: del prometedor escritor inglés D. H. Lawrence —de 27 años— y su pareja, la alemana Frieda von Richtofen —seis años mayor—. Mis confiables fuentes me relataron com-ple-ti-ta la historia de amor de estos dos y es bastante candente, así que se las paso al costo.
David Herbert Lawrence y Frieda se conocieron el 3 de marzo pasado, cuando el narrador y poeta le hizo una visita a su amigo y profesor de lenguas modernas Ernest Weekeley. En casa de éste, Lawrence se encontró a Frieda, quien es ni más ni menos que… ¡la esposa de su maestro!
Sí, chicos, Lawrence y Frieda se miraron y se enamoraron instantáneamente, con esa pasión que tanto gusta describir el propio D. H. en sus cuentos y poesías —que, por cierto, muchos consideran un tanto obscenos—. Él inmediatamente empezó a cortejarla, pasando por alto que es la esposa de su amigo, pues su pasión era devastadora. A esto hay que agregar que Lawrence todavía estaba comprometido con una chica llamada Louie Burrows, a la que supuestamente amaba con locura. Por lo visto, este sensible autor tiene el corazón muy grande.
En fin, el caso es que a Lawrence se le obnubiló lo que se dice TODO debido a su recién descubierto amor. Y ella no se quedó atrás, ¿eh?, pues se escaparon a casa de los papás de Frieda en Metz, Alemania. Allí vivieron una peligrosa aventura debido a que Lawrence fue confundido con un espía británico y encarcelado. Su «suegro» tuvo que intervenir para sacarlo de prisión, pero pasado el susto se trasladaron a Munich, donde vivieron una especie de luna de miel y tomaron decisiones importantes.
D. H. dejó su carrera de profesor y optó por dedicarse de lleno a escribir, mientras que Frieda se decidió a abandonar a su marido y a sus tres hijos e iniciar una nueva vida al lado de Lawrence. Se vinieron entonces a Italia y aquí viven desde septiembre, él escribiendo y haciendo labores domésticas —a Frieda no se le da eso de ser ama de casa—, y ella acompañándolo e impulsándolo a terminar su segunda novela, que al parecer llevará el provocativo título de Hijos y amantes.
Recientemente, Lawrence le escribió a su prometida para, de una vez por todas, romper su compromiso. Alguien —no puedo decir su nombre— me contó que un día platicó largo y tendido con el escritor, que le contó su parecer acerca de su ex y de su actual pareja: según él, su vida con Louie hubiera sido demasiado fácil y regalada, mientras que los obstáculos que le ponía Frieda lo hacían enamorarse más de ella.
Sea como sea, D. H. le acaba de enviar una devastadora carta a Louie donde le confiesa que ya está viviendo con otra a quien ama —y ella le corresponde—, que tienen una relación desde hace seis meses y que cuando regresen a Inglaterra, ella se divorciará y se casarán. Agrega que se siente como un monstruo al decírselo de forma tan cruda, pero considera que así debe de ser, que es lo justo, aunque no está orgulloso de ello y le suplica que no lo odie.
¡Ay, queridos! Louie ha de estar devastada ante esta misiva, pero ¿qué le queda, sino resignarse a aceptar que su compromiso está roto? Bueno, lo que yo haría… irme a Italia y retorcerle el pescuezo a esa adúltera, y a Lawrence… mejor no digo lo que le retorcería a ese hijito de la mala vida…
Au revoir!