Cuando se vive durante muchos meses en una ciudad nueva —aun tratándose de la Ciudad de México—, inevitablemente se experimentarán momentos de abrumadora melancolía, mismos que se recrudecen a la hora de comer. El vecindario de Santa María la Ribera, densamente poblado y vibrante, luce elegantes y antiguos edificios convertidos ahora en viviendas.
Los colonos sienten fuertes lazos entre sí, dada la estrecha cercanía en la que viven. Algunos de los edificios se han convertido en pequeños negocios, otros más en oficinas de las dependencias gubernamentales que prestan servicios sociales.
Las calles de la zona se han visto invadidas por un prodigioso número de vendedores ambulantes de comida, ya sea para llevar o para comer ahí mismo.
Menú de la comida corrida
Pero, ¿qué tal si te sientes algo solitario un buen día a la hora de comer, y los recursos ofrecidos por tus amistades locales se han agotado? O bien, ¿qué hacer si tu sentido del decoro ya no te permite buscar más invitaciones repentinas de tus compatriotas generosos, que sí gozan de los servicios de una cocinera? ¿Convendrá optar por un restaurante? ¡Demasiado formal! Entonces, ¿una cafetería? ¡Demasiado impersonal!
Llega el momento en que el residente momentáneo —andando de aquí a allá— se siente atraído por ciertos establecimientos diminutos —como del tamaño de un garaje de autos— que, orgullosos, exhiben en la acera una pizarra en la que apenas se distinguen las palabras «comida corrida», seguidas por un apetitoso menú, absurdamente económico.
Un perro postrado en la entrada hace la función de elemento decorativo seleccionado para dar al sitio un toque de color local al mismo tiempo que está presto para cumplir su función de aspiradora viviente.
El vacilante cliente ni siquiera tendrá que empujar una puerta para entrar a la minúscula pieza que da directamente a la banqueta, en la que al atardecer se baja la cortina metálica para que el sitio retorne al anonimato nocturno.
En el reducido interior solamente cabrán cinco o seis mesas, cada una rodeada de cuatro sillas metálicas que portan el logotipo de una reconocida marca mexicana de cerveza. Sólo los restaurantes más lujosos podrán ostentar la versión básica de sillas tipo colonial.
Para disfrutar una comida corrida no pueden faltar la mesa pequeña, cuatro sillas sencillas y un mantel de plástico.
Ajeno a las reglas del establecimiento, el impactante cliente podrá tratar de apoderarse de una mesa libre. Grave error. En primer lugar, la dueña o mesera deberá otorgar su permiso dado que ambas evitarán herir las susceptibilidades de sus clientes regulares, para no arriesgar su lealtad.
Por esta razón será mejor no echarle el ojo a esa mesa vacía, dado que «Don Periquito llegará en cualquier instante; venga por acá güerito, ¡aquí queda usted rebién!». Si el cliente es de pelo oscuro podrá sentirse desconcertado ante el apelativo de güerito —que quiere decir «rubio».
Sin embargo, al poco tiempo de frecuentar los mercados populares se dará cuenta de que este apodo afectuoso se usa con respeto y con la intención de indicar que esa persona —aun cuando es bienvenida— se distingue por ser una presencia contrastante que se ha introducido dentro de un contexto socialmente incongruente.
Comida y reposo
De inmediato la mesera pasará el trapo sobre el mantel ahulado o de plástico, y tomará la orden. La verdad es que las elecciones del menú fijo son limitadas: pan blanco o tortillas de maíz, un refresco embotellado para quien lo desee.
La mesera —quien se persignó cuando entró el primer cliente del día— se dirige hacia la cocineta enclavada en una esquina de la pieza y regresa con un plato ordinario de cerámica sobre una bandeja de metal. El primer platillo.
Todo sucede al instante, sin ansiedad ni tensión. El cliente apenas tiene tiempo de fijarse en el pequeño altar empotrado en una de las paredes, luciendo sus flores marchitas, lucecillas parpadeantes y la imagen de la Virgen de Guadalupe.
Tampoco notará los calendarios viejos en los muros, sin pretensiones de ser decorativos. Eso sí, hay un pequeño detalle que despierta la curiosidad: esas bolsas de plástico llenas de agua colgando del techo. ¿Para qué sirven? La breve respuesta, «para las moscas», desanima el flujo de más preguntas. Bueno, ¿y qué? Supongo que han de funcionar más o menos.
Este tipo de lugar tiene su encanto para aquél cuyo presupuesto es limitado. ¿Cómo no sentirse tentado por el menú del día, servido más o menos de dos a cinco de la tarde? Primer platillo, sopa aguada —pasta en caldo—; seguido de arroz a la mexicana —rojo —, carne guisada con papas y los omnipresentes y nutritivos frijoles de la olla; gelatina o fruta de postre, y para terminar un vaso de agua de limón añadido a agua endulzada.
Todo esto va acompañado de pan blanco o tortillas de maíz traídas de la tortillería de la esquina. ¿El precio? Más o menos tres dólares americanos.
Menú de la comida corrida: Sopa de pasta, arroz, guisado —de cerdo, res o pollo—, agua, postre y todas las tortillas que quiera.
Y mañana la sopa será distinta a la de hoy, el arroz será otro, tal vez servido con plátano o un huevo estrellado; el guiso será de pollo en salsa enchilada o entomatada, posiblemente una ensalada de lechuga con tomate, los frijoles serán refritos y servirán horchata —bebida de arroz . ¿Y que será al atardecer del día? Barbacoa con quesadillas de queso, frijoles charros, natilla y agua de tuna.
La cocina es sencilla pero variada, el gran secreto de la comida corrida. Levantará el ánimo hasta del viajero más titubeante.
La expresión «comida corrida» resulta algo muy sorprendente, sobre todo porque se usa únicamente en México. En otros países, incluso en el México de otros tiempos, estos sitios se conocían con nombres tales como fonda, taberna, o mesón.
Sin embargo, en el México actual no hay tiempo que perder en extensas decisiones o en alardes de conocimiento gastronómico. La comida en verdad es corrida —rápida. Al hablar de comida corrida nos referimos al menú que se sirve en una fonda o mesón.
Existe el rumor de que el término «corrida» —derivado del verbo correr — se refiere a que los jóvenes sin dinero corren literalmente, después de comer, sin antes haber pagado la cuenta. Éste es un rumor paradójico, dado que en estos establecimientos comen personas sencillas, modestas.
Así ha sido desde los tiempos de la Conquista cuando el Virrey concedió a un tal Pedro Hernández Paniega una licencia para instalar un mesón en la Ciudad de México, un lugar en el que los extranjeros y viajeros pudiesen hallar refrigerio en una ciudad desconocida.
Es probable que aún entonces la idea consistiera en proporcionar alimento y reposo en un sitio que permitiera a las personas evitar otras opciones que pudiesen conducir a la perdición.
Tu casa fuera de casa
Claro, m’ijito, m’ijita, queridos amigos, todos deberán sentirse en casa aquí; tienes que aceptar que los demás comensales —oficinistas o trabajadores de la obra de a la vuelta— conversen en voz alta, a menudo gritándose de una mesa a otra, ya que muchos se conocen entre sí. Si no grita, ¿cómo se les podrá oír por encima del radio o el televisor encendido, de donde emana la perenne buena música ranchera o la telenovela en turno?
Si regresa, una y otra vez, la mesera lo saludará con las mismas frases afables que utiliza para con sus clientes regulares. Un buen día, tal vez un martes o un viernes, la cocinera —que para entonces ya te conocerá— accederá a prepararte una pechuguita de pollo asada en vez del guisado del día —que quizá no cae del todo bien a tu estómago—; así, al igual que lo hace para Don Periquito o Doña Estrellita.
Si acaso sucumbes a estos encantos, seducido por la experiencia, te unirás irremediablemente a las filas de los clientes que desdeñan lo que dicta la moda, tienen sus sospechas acerca del típico restaurante caro de sofisticada decoración, y, con recelo, evitan aquello que es espectacular y poco genuino.
Los admiradores frugales de la refinada cocina mexicana, como lo es usted, mi querido lector, estarán de acuerdo conmigo en que el famoso mole poblano deberá reservarse para los domingos, y platillos tales como filete de res a la tampiqueña y el huachinango relleno son más exquisitos en la Ciudad de México porque son recetas para ocasiones especiales.
Comida corrida connota un lugar donde comer bien y punto, no el sitio que recomendarías a tus amigos gourmet.
Aun cuando el menú cambia día con día —como para aligerar el tedio de la rutina laboral— su estructura es fija: sopa aguada, seguida de una sopa seca, después un guiso o un bistec, los frijoles, un postre sencillo y agua de fruta. Igualito que en casa. Bueno, si es que en casa se pueden dar el lujo de todo eso.
La comida corrida es una opción económica, rica y sencilla para alimentarse durante la semana.
Por supuesto, podrán también ofrecer el café de olla, un café hervido y poco apetitoso. No se sirven bebidas alcohólicas, ni vinos; hay poca ensalada y menos vegetales.
Tampoco se sirven platillos cargados de cremas y condimentos. Lo que sí, hay garantía de que se trata de comidas sencillas y bien balanceadas.
El extranjero acudirá también para no perder tiempo. Una vez que el último plato ha sido retirado de la mesa, para sumergírsele en la gran palangana de plástico que funge como lavadora de platos, sólo resta pagar la cuenta.
No hay que llamar a la mesera; ya está allí con la cuenta en mano, pidiéndole al cliente que la revise, por favor. Si ha de dar cambio, lo extraerá de su pecho con la misma despreocupación de una bien dotada madonna de la Edad Media.
¡Ah, los placeres sencillos que brindan estos lugares! Las diversas etapas de la comida corrida se dan con fluidez: la llegada, la comida, la cuenta, la sonrisa amable. Aun así, el cliente jamás siente que lo presionan para que se retire. Se adopta el ritmo del lugar, el ritmo de los clientes regulares.
Si nunca ha probado la comida corrida, anímese a hacerlo; y si ya es cliente asiduo, ¡buen provecho!