El Beato Juan de Palafox nació en Fitero, Navarra, el 24 de julio de 1600, en difíciles circunstancias. Era hijo de don Jaime de Palafox, futuro marqués de Ariza, y de una joven viuda aragonesa, doña Ana de Casante y Espés, a la que, según el propio Palafox:
tocó Dios el corazón…, con tal centella de dolor y contrición, que poco tiempo de flaca —habiendo sido hasta entonces muy virtuosa y honesta— castigó con treinta años de una vida muy penitente, dejando el mundo y muchos bienes de fortuna, y a sus padres y deudos, y se entró religiosa y fue prelada diversas veces y fundadora en aquella santa y áspera recolección y vivió y murió con singular ejemplo, espíritu y penitencia.
Los nueve primeros años de su vida los pasó en la localidad navarra, a la sombra de una familia que le crió y dio apellido, la del sastre y alcaide de los baños de aguas termales, Pedro Navarro, devoto de la Virgen de la Soledad y padre de familia numerosa, a la que Palafox no olvidaría años más tarde, cuando servía al rey en los más altos puestos de la Monarquía española. Esta etapa de su vida en la que él mismo reconoce que se crió pobre «porque lo era quien lo criaba y, siendo un poco mayor, iba a guardar tres o cuatro ovejas de su padre putativo, y así pasó, aprendiendo también los primeros rudimentos de las letras y de la fe», fue decisiva en la configuración de su persona, siempre tan defensora de pobres e indios.
Juan de Palafox y Mendoza.
De don nadie a don letrado
Tras el reconocimiento paterno, en 1609, la vida de aquel joven que se había criado en difíciles circunstancias, cambió por completo. Tras recibir la primera tonsura, fue enviado a estudiar al Colegio de la Compañía de Jesús en la ciudad de Tarazona, desde donde pasaría a las Universidades de Huesca, Alcalá y Salamanca. En esta última estudió cánones y se formó como auténtico universitario en disciplinas como derecho, filosofía, economía política y casuística. El periodo transcurrido en la ciudad del Tormes lo recordaría, tiempo después, así: «Aquellos tres cursos me ejercité mucho, no sólo en la profesión de cánones y leyes, sino en la erudición y buenas letras; e hice que todos los criados en casa hablasen latín, y se tenían conclusiones y otros ejercicios, y acudían algunos colegiales mayores a presidirlos».
Al finalizar sus estudios volvió de Ariza, en donde gobernó los estados de su padre y tuvo oportunidad de leer y profundizar en otros tantos autores y textos, entre ellos a Séneca, de donde le vendría su afición por los libros y la admiración por aquel autor al que denominaba en sus citas como «filósofo moral» o «filósofo moral gentil».
Un acontecimiento de gran importancia en su vida fue su asistencia, acompañando a su hermano el marqués, a las Cortes de Calatayud, donde fue captado por el conde-duque de Olivares, deseoso de atraer a la corte madrileña a miembros de la nobleza de los reinos periféricos. Muy pronto, obtendría puestos y honores en el Madrid del cuarto de los Felipes, primero en el Consejo de Guerra y, más tarde en el de Indias, no pasando desapercibido en ambos. En 1629, se produjo otro hecho decisivo en su vida, ya que decidió reorientar su existencia, ordenándose como sacerdote, a raíz de la lectura de Santa Teresa, San Agustín y San Roberto Belarmino, la enfermedad de su hermana, la muerte de dos grandes personajes ―el escritor y jurista Francisco Javier de la Cueva y el virrey de Nueva España y Perú, III Marqués de Montesclaros― y su nombramiento como tesorero de la catedral de Tarazona. En lo que a los autores mencionados se refiere, hemos de hacer constar que uno era un intelectual ―«docto» llama Palafox a Berlarmino―, otro un converso ―San Agustín― y la tercera una mística y maestra de oración. A esta última, Santa Teresa, se referirá en su Vida Interior, en gesto de especial querencia con los apelativos de «mi madre Santa Teresa» o «Santa Teresa de mi alma».
Gaspar de Guzmán y Pimentel, conocido como conde-duque de Olivares.
Al poco tiempo de su cambio de estado, fue nombrado por el rey capellán y limosnero mayor de su hermana doña María, para que formase parte del séquito que le acompañaría en su viaje por Europa para contraer matrimonio con el rey de Hungría. Los catorce meses que pasó Palafox por tierras de allende las fronteras españolas fueron ricos en experiencias y acontecimientos, de los que dejó memoria escrita, por orden expresa del rey Felipe IV, en el Diario del Viaje a Alemania y en otros informes de carácter más secreto. Pronto advertirá él mismo, en una obra temprana, la Historia Real Sagrada (1643), acerca de la importancia de los viajes en un comentario personal sobre un pasaje de la vida de Saúl, con estas palabras: «Tengo por honesta y útil la costumbre de enviar a los hijos a ver naciones y provincias, cuando puede fiarse a su juventud este peligro, o se asegura compañía virtuosa que les asista. Son más útiles y eficaces las noticias prácticas y que se cobran con la vista que las especulativas y leídas».
Historia Real Sagrada, 1643.
Apóstol poblano
En 1639, fue designado para ocupar la sede episcopal de Puebla de los Ángeles, con otros cargos importantes de gobierno de Nueva España, como el de visitador. Sus habilidades como hombre prudente, discreto, despierto y sagaz, llevaron a Felipe IV, interesado en tener en tierras americanas un observador inteligente y un ejecutor fiel de su política, a designarle para los más altos puestos del virreinato novohispano, valorando su saber, energía, honestidad y confianza. Partió para las Indias y en ellas estuvo hasta 1649, desempeñando importantes responsabilidades al servicio de la Monarquía y de la Iglesia, no sin hartos sinsabores por parte de quienes no se querían someter al dictado de la disciplina eclesiástica y del orden de las leyes reales. En aquellas tierras aún se recuerda a Palafox como constructor de su catedral y de otros numerosos conjuntos, como el fundador de la Biblioteca Palafoxiana, formada con varios miles de volúmenes que aportó de su librería particular, como el obispo pastor de almas y como defensor del indio.
Biblioteca Palafoxiana, ciudad de Puebla.
Como prelado siempre tuvo asumida su dignidad como «una contigua fatiga es la obligación pastoral, vida llena de tribulaciones, penosa en lo que obra, peligrosa en lo que omite». No es de extrañar para quien conozca su biografía, aunque sea de manera somera, que así lo hiciese. En su labor pastoral, merecen destacarse la fundación de cátedras de lenguas indígenas para la mejor catequización de sus feligreses, así como su actuación con los sacerdotes diocesanos, a los que recomendaba paciencia, caridad, suavidad y ejemplo para el trato con sus feligreses y, sobre todo, su preocupación con los pobres, ya que su caso es de los más destacados en la historia.
Como buen canonista, tuvo especial preocupación por la estricta aplicación de las normas emanadas del Concilio de Trento, en cuanto a disciplina eclesiástica, culto eucarístico, mariano y de los santos, dignidad de la liturgia y el canto y, por supuesto, en lo referente a la formación del clero, llegando a fundar cátedras de lenguas indígenas en los colegios poblanos. Destacó como mecenas de las artes, tuvo como principio el vivir y morir en su primera diócesis y no tuvo empacho en criticar a las órdenes religiosas de Nueva España, en vista de que no evitaban las posesiones de bienes, riqueza e influencia, ideal que él sustentaba tanto para los mendicantes como para los jesuitas. Por el contrario, las órdenes eran más ricas y, en muchas regiones, más poderosas que el propio clero diocesano, circunstancia sumamente perjudicial para la Iglesia y asimismo para los laicos, según advirtió a Madrid.
Junto al cuidado en visitas y sacramentos, hemos de recordar el especial esmero que Palafox puso en todo lo relativo al culto divino, la construcción de templos, comenzando por la catedral poblana, retablos, la promoción de la música y la liturgia. Los planes arquitectónicos y artísticos tuvieron un alto nivel de representación e imagen en la proyección pública del obispo, junto a las grandes apariciones públicas en procesiones y pontificales.
Palafox, muy consciente de ello, en plena sintonía con las declaraciones de los testigos sobre estos aspectos, escribía al rey, en sus obras y en numerosas cartas, haciendo mención a todos esos aspectos relacionados con proyectos constructivos, siempre en aras a la magnificencia del culto divino y la defensa de la dignidad episcopal. Los adjetivos repetidos por testigos coetáneos, sobre sus empresas arquitectónicas y, muy particularmente, sobre la catedral, son los de capaz, aventajado, costoso, lucido, honorífico y suntuoso. En todos los casos para significar la hermosura, el esplendor y lustre, lo magnífico y digno de celebridad, lo grandioso y espacioso, perfección y primor.
Palacio episcopal de Puebla.
El palacio episcopal de Puebla, el colegio seminario, los hospitales y algunas de las parroquias y templos poblanos son el testimonio vivo de aquella preocupación, algo que observaron numerosos testigos, tal y como hemos puesto de manifiesto en una reciente publicación. Junto a los importantes textos que llegó a imprimir en aras de la uniformización litúrgica y para el exorno y construcción de templos, sabemos que autorizó e hizo publicar numerosos edictos en relación con todo lo referente al culto divino.
La etapa mexicana fue prolija en cuanto a sus escritos pastorales, religiosos, hagiográficos, de carácter legislativo e histórico. Sobre su método de escribir nos dirá en su Vida Interior:
Lo sexto en que Dios le hizo merced es que el escribir fuese sin grande dificultad ni tener que ocupar el tiempo en revolver libros, autoridades ni autores; porque siempre escribía con una imagen delante —que era la que ha dicho del Niño Jesús o de Nuestra Señora con su Hijo preciosísimo en los brazos— y raras veces tenía necesidad de meditar lo que escribía, sucediéndole en dos horas escribir cinco, seis pliegos con tanta velocidad que él mismo se admiraba de lo que hacía y no sabía de dónde se le ofrecía mucho de lo que a la pluma dictaba.
Virrey y visitador de Nueva España
Su labor al frente del virreinato y como visitador fue fecunda, guiándose siempre por sus deseos de reforma y de uno de sus famosos dictámenes, que reza: «Los reinos que se gobiernan por los remedios y no por prevenciones van perdidos».
Cuando él llegó a aquellas tierras, iba con un gran plan de reformas que en todo momento fueron resistidas y combatidas por una poderosa alianza, capitaneada en la segunda parte de la década de los cuarenta por el virrey Salvatierra. Como recuerda el profesor Sir John Elliott, sus reformas se vieron en muchos casos frustradas.
Sir John Elliot.
Transcurrida casi una década y con un evidente fracaso de su proyecto reformista, tendente a ceder poder a los criollos a costa del virrey y sus funcionarios, no ajeno a la evolución de la política peninsular, tuvo que volver a la fuerza desde Indias. Poco antes de embarcar, escribía al rey estas palabras:
Vuestra Majestad por lo menos este bien de que salga destas provincias más pobre que entré en ellas, sobre tantos puestos que he ocupado en servicio de Vuestra Majestad, de los cuales con la dulzura de la paz, aplausos de los poderosos y mayores conveniencias, podía salir riquísimo, pero menos aliviada la conciencia de lo que irá ahora. Elegí esta fortuna por parecerme mejor y que dura más.
De vuelta al viejo mundo
Particular atención tuvo con los pobres, desprotegidos y con los indios. Sobre las virtudes de estos últimos escribió un largo memorial a Felipe IV, donde, lejos de la acrimonia de Las Casas, más bien como padre y pastor, dejó evidencias de su conocimiento de ellos y de su verdadera situación.
En 1649, don Juan de Palafox regresó a España por orden del rey y la corte española, que juzgaron políticamente provechoso llamarlo a la Península. A su regreso, la primera parte de la década de los cincuenta la pasó relegado del Consejo de Indias, empeñado en restaurar su buen nombre en un ambiente en gran parte hostil, entregado a ejercicios piadosos, como congregante de importantes asociaciones pías del Madrid de aquellos momentos, de manera especial, de la Escuela de Cristo, institución que gozaría de todo su apoyo en su futura diócesis de Burgo de Osma.
Para entonces, Palafox ya tenía hecho un dictamen muy claro de los males de la Monarquía española y de su rey, tal y como da a conocer a sus más íntimos colaboradores. Absuelto del juicio de residencia y vencedor moral de la Compañía, llegó un momento en que se encontró totalmente vencido y desamparado, especialmente cuando Castrillo fue nombrado virrey de Nápoles y don Luis de Haro tomó la determinación de enviarle a Osma.
don Luis Méndez de Haro y Guzmán.
Para esta mitra fue presentado en 1654 y en ella permanecería hasta su muerte, acaecida en el palacio episcopal de aquella localidad el 1º de octubre de 1659. Su actividad como prelado, preocupado por sus ovejas, se dejó ver, de nuevo, en sus visitas pastorales, sus exorbitantes y su empeño en difundir la devoción del rosario.
Estos años de su vida fueron ricos en espiritualidad y en experiencia de Dios en lo religioso y, en lo político, de introspección y análisis de su fracaso y de la Monarquía.
Las visitas a los feligreses de su obispado se volvieron a repetir, como antes lo hiciera en tierras novohispanas, contactando con las gentes sencillas y tratando de sus necesidades y anhelos, con largas jornadas, en las que le quedaba tiempo para escribir distintos libros, como los famosos comentarios a las cartas de Santa Teresa, por encargo del general de los carmelitas descalzos, en 1656.
Lejos ya de las preocupaciones del gobierno y las altas responsabilidades de estado que había tenido en Indias, su estancia en Osma, relegado en aquel rincón de Castilla, fue de carácter más pastoral y ministerial, siendo apreciable la evolución creciente de su espíritu apostólico «que destila dulzura y todo quiere llevarlo, y que sus pastores lo lleven por el camino del amor». En la apacible villa episcopal, no le faltaron sobresaltos, como cuando firmó el famoso memorial dirigido a Felipe IV, sobre la inmunidad eclesiástica, en el contexto de la petición del monarca español a Inocencio X para seguir cobrando tributos del estamento eclesiástico.
Tras su fallecimiento, se fueron difundiendo numerosas muestras de su vida penitente y hombre de oración en aquellas tierras castellanas, con evidente fama de santidad.
Un testigo de excepción, el historiador benedictino Gregorio Argaiz, que había venido a iniciativa suya para escribir la historia de los obispos de Osma, nos dejó el impresionante relato del testigo presencial de aquellos últimos días del obispo Palafox, definido por el famoso jesuita Juan Eusebio de Nieremberg, como «obispo y virrey en lo público y monje y anacoreta en lo secreto».
Juan Eusebio de Nieremberg.
La memoria histórica de Palafox en España y México estará ligada a sus obras reeditadas en dos ocasiones de modo general, a su abundante iconografía y, sobre todo, a su proceso de beatificación, que comenzó en Osma en 1666, pero que no concluyó —debido a innumerables y barrocas complicaciones burocráticas y a los impedimentos de algunas órdenes religiosas—, sino hasta el día 5 de junio de 2011, cuando fue elevado a los altares en la catedral de Burgo de Osma. Su memoria litúrgica se celebra el 6 de octubre.
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Ricardo Fernández Gracia es doctor en historia por la Universidad de Navarra, donde es docente e investigador en las áreas de iconografía, promoción de las artes y patrimonio artístico navarro. Además, es profesor titular de historia del Arte y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia. Este ensayo fue tomado del libro: AA. VV., 369º aniversario: Biblioteca Palafoxiana, Puebla, Universidad de las Américas, 2015, pp. 22-43.