En 1958, una mujer llamada Josefina Vicens escribió que «la muerte permanece en la vida como una aterradora oquedad». Aquella novelista, que en el mismo año ganó el Premio Xavier Villaurrutia, plasmó en un par de sus obras una inigualable fascinación y respeto por la muerte.
Demostró que hacer una reflexión sobre lo inerte, lo óbito, deviene irremediablemente en un soliloquio paranoide. Así como el que tiene Luis Alfonso Hernández con su difunto padre en Los años falsos (1982). El constante embeleso de Josefina Vicens con la muerte la posiciona ante el lector como un ser vulnerable, transparente.
Resulta curioso que una mujer tan llena de vida, haya tenido una fascinación tan intensa con algo tan estático. Escribía con júbilo y bajo diversos seudónimos las crónicas de una época de oro: la del toreo mexicano.
Una de sus pasiones más grandes fue la fiesta brava. Una tradición, un rito que esconde en sus vivos colores y excitados espectadores el dolor y la pérdida, la muerte y la sangre. Ella lo admiraba sin miedo y con el corazón lleno de adrenalina.
La muerte manifiesta en su agresividad, toda la fragilidad que esconde la vida. Y la de Vicens, al igual que la de José García —El libro vacío, 1958— y la de Luis Alfonso Hernández —Los años falsos, 1982—, estaba permeada intrínsecamente por las expectativas que la otredad había depositado en su persona.
Ella, mujer de apariencia masculina, era una escritora cuyo destino estaba ceñido a los paradigmas de su época de la misma manera que los personajes de sus obras. Como José García, el no-escritor de escritura maravillosa y profunda, al cual le resultó imposible consagrarse como tal por los preceptos literarios existentes; o Luis Alfonso Hernández, quien encaró su destino al resignarse a vivir en la sombra que confundía por amor.
La identidad y la memoria
Existe una particularidad coincidente en su obra: la vida de sus personajes estaba ceñida a una lucha entre identidad y memoria. En Los años falsos, Luis Alfonso es un muchacho cuya existencia estuvo influenciada por su padre desde muy temprana edad. Es por eso que cuando muere, Luis Alfonso no encuentra más remedio que convertirse en el esqueleto que perpetrará la vida de su padre —sin opción, sin salida.
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Si reflexionásemos un poco al respecto, comprenderíamos que la identidad responde a la cuestión de «¿quién soy?» Mientras que la memoria a: «¿cómo me recordarán?». En teoría ambas preguntas deberían tener una respuesta unánime, sin embargo, la realidad es otra. Una cosa es lo que somos y otra es cómo nos ven.
Y esa encrucijada es la que atormentó a Vicens durante las casi ocho décadas que duró su vida.
La identidad y la memoria, las dos ideas que la agobiaron, se encuentran plasmadas a lo largo de su obra. Hoy, a treinta años de su muerte, aún existen diversos cuestionamientos alrededor de su persona: ¿quién era ella?, ¿José García?, ¿Pepe Faroles?, ¿Diógenes García? Josefina Vicens era Josefina Vicens, le gustara o no: las máscaras que la cubrían jamás revistieron por completo su esencia.
Resulta casi irónico que una mujer como ella, a quien le aterraba el olvido, silenciara su identidad con tan aparente trivialidad.
Y aquella mujer de 160 centímetros, voz grave y diminuto cabello, escondía en su vestimenta masculina y en su sencillez la pesada carga que los estereotipos de su época imprimían en su proceder, dejándola sin más remedio que ocultarse tras un necio seudónimo.
Así como Vicens, los protagonistas de sus novelas se ven obligados a construir una nueva identidad: como en Los años falsos, en la cual Luis Alfonso pretenderá cimentar su personalidad con los fragmentos volátiles de la memoria de su padre. Sin embargo, esta obsesión de convertirse en quien fue su anclaje familiar lo llevará a tomar decisiones que mancillarán su persona y su salud mental.
El hastío de la vida; la libertad de la muerte
Vicens fue una mujer única, excepcional. Además de ser novelista y cronista taurina, se desarrolló profesionalmente como guionista cinematográfica; actividad que le concedió un la Diosa de Plata a Mejor Guión en los Premios Ariel por la película Los perros de Dios, (Del Villar ,1974). Poseía un talento innegable y una tenacidad inquebrantable.
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Al sufrir de aburrimiento crónico, decidía matar a Josefina Vicens y darle vida a Diógenes García o a Pepe Faroles; en ocasiones, también se bautizaba como María Antonieta, Ana Karenina o Napoleón.Su vida se caracteriza por ser etérea, sutil.
En ese sentido, la oriunda tabasqueña fue polifacética. En su par de novelas plasmó con sutileza el hastío inexorable de la vida, la necesidad humana de correr, de mutar, de escapar. Vicens construyó a sus personajes principales –ambos hombres—con pies de plomo, pero mente voladora.
La ligereza, la frescura del anonimato es algo que no se opone a la construcción de la identidad. Quizá la memoria sea inexistente, pero la tan añorada personalidad, permanece, pues al fin y al cabo cómo nos recuerden no tiene influencia alguna en lo que somos. Aunque a veces parezca lo contrario.
Alter ego
La obra novelística de Josefina Vicens puede ser corta, pero nunca simple. Representa un magnífico paradigma entrañable acerca de las expectativas personales que cada ser humano posee. Fue una escritora, pero antes que nada fue una mujer, la cual encauzó su vida a contracorriente. Buscó siempre mantener la cabeza en alto, nunca negó su esencia.
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De esa fortaleza que la caracterizó está impregnada su obra. Sus personajes son mártires, son hombres que no encuentran otro remedio más que poner un pie después del otro, día tras día. Son seres opuestos a su creadora. Si Vicens engendró a los protagonistas de su obra como hombres, es porque ella sabía los obstáculos que connota el ser mujer.
Hoy, a tres décadas de su muerte, implica las mismas limitaciones, los mismos agravios ser mujer.
Aun en este siglo existen señalamientos infames, habladurías insolentes como aquellas de las que fue víctima Josefina Vicens: por su orientación sexual, por su forma de vestir, por su irreverencia. Son motivos como ese los que hacen que la lectura de las novelas de Vicens sean recomendadas. La habilidad de esta autora no reside únicamente en sus maravillosas letras ni en su innovadora narrativa, se encuentra preponderantemente en su ideología, en su tenacidad.
Vicens es un ejemplo de genialidad y, sobre todo, de orgullo femenino.