«Cuando ve uno pasar un camión que dice: “El Pípila vivió ochenta años”, piensa uno para sus adentros “cuestión que no me importa” y tiene uno toda la razón», Jorge Ibargüengoitia.
Instrucciones para vivir en México
Jorge Ibargüengoitia era una persona común y corriente, como cualquiera de nosotros. No era un «poeta maldito», no tenía una vida bohemia como la de muchos escritores, no se llevaba con los intelectuales mexicanos, no se vestía de forma exótica, ni era un sabiondo. Para nada. Era en realidad un «niño bien» venido a menos que vivió en la colonia Juárez de chiquito, que pasó toda su vida rodeado de mujeres —su mamá, su abuela y sus tías— y que después, con muchos trabajos, construyó una casa en Coyoacán.
Era tan normal que estudió toda su vida con los Maristas, fue boy scout, decidió estudiar ingeniería y luego trabajar en el rancho de su familia. Sólo después —y al cabo de muchas dudas— acabó estudiando en la Facultad de Filosofía y Letras para ser dramaturgo.
A través de su obra puede verse que era una persona muy inteligente. No le gustaba la gente; sin embargo, era un gran observador y disfrutador de la vida, se la pasaba tomando jaiboles, cubas libres y daiquirís y comiendo como Dios manda —era rechoncho y llegó a formar una gran papada. No era un galán —se vestía con pantalones de dril y alpargatas— ni le parecía atractivo a las mujeres, menos aun a las intelectuales, pero tuvo mil y una relaciones amorosas: desde novias furtivas, amores platónicos, amantes casadas e intelectuales y aventuras de pasada con extranjeras y niñas de otro código postal. Por fin encontró —en San Miguel de Allende, durante un verano— a su media naranja, la pintora inglesa Joy Laville, con la que se casó a los cuarenta y tantos años.
En su época, Ibargüengoitia fue muy criticado. Sus inicios como dramaturgo pasaron sin pena ni gloria, después ganó becas; sus artículos en el Excélsior le dieron fama, y empezó a escribir novelas. Los Relámpagos de Agosto, que son las memorias de un general revolucionario, fue la primera, misma que le hizo ganar muchos premios. Las que siguieron: Maten al león, Las muertas, Estas ruinas que ves, Dos crímenes y Los pasos de López le dieron gran reconocimiento. Pero aun así, por mucho tiempo se le consideró un escritor menor, que era humorista, que hacía divertimentos y nada más. Ibargüengoitia siempre rechazó esa etiqueta, diciendo que su humor consistía en plasmar la realidad tal cual era, porque «What’s so funny at all?».
En su época, Ibargüengoitia fue muy criticado. Sus inicios como dramaturgo pasaron sin pena ni gloria, después ganó becas.
Pero Ibargüengoitia es quien es y el tiempo lo ha demostrado. Quizás, hoy por hoy, es uno de los escritores más reconocidos. Se le estudia en la prepa y en la universidad y sin duda es el escritor mexicano más gustado: sus novelas y cuentos1 se reeditan con éxito; los libros en donde se ha recopilado su obra periodística se leen y se releen cada día más y sus frases se pueden leer, oír y comentar una y otra vez, provocando siempre las mismas carcajadas.
Nació el 22 de enero de 1928 en la ciudad de Guanajuato, vivió desde pequeño en la ciudad de México, y los últimos años en Londres y París, y murió abruptamente el 27 de noviembre de 1983 en un accidente aéreo en el aeropuerto de Barajas. Como dice Francisco Blanco Figueroa: «Todas las muertes son nefastas. Unas se toman como inevitables y otras dan rabia. A éstas pertenece la de Jorge Ibargüengoitia».
A continuación reproducimos uno de sus artículos del Excélsior, en el que nos da su opinión acerca de levantarse temprano. Opinión que, a más de 30 años, no sólo me parece completamente vigente sino totalmente cierta.
LEVANTARSE TEMPRANO
«El viernes pasado encontré en Revista de Revistas un artículo escrito por mi buen amigo Loubet, que es una especie de oda a los que se levantan temprano. Además de bien escrito, está bien ilustrado. Allí aparecen los panaderos, los lecheros, los barrenderos, los que van a hacer ejercicio a Chapultepec, los niños que piden aventón para llegar a clase de siete, etcétera.
Esta lectura, unida a la circunstancia de que hoy tuve que levantarme a las cinco de la mañana, me han hecho recapacitar y llegar a la conclusión de que francamente, levantarse temprano no sólo es muy desagradable, sino completamente idiota. Ahora comprendo que los últimos veinte años los he pasado en un mundo dado a la molicie.
—Paso por ti cuando reviente el alba. Es decir, a las nueve y media de la mañana —dicen mis amigos.
Pues sí, un mundo dado a la molicie del que no pienso salir.
Los efectos de madrugar son de muchas índoles, pero todos ellos corrosivos de la personalidad. Hay quien se levanta temprano a fuerzas, se para frente al espejo a bostezar y arreglarse el cabello y la cara con el objeto de dar la impresión de que se lavó. Este intento generalmente es patético. Si alcanza lugar en el camión que lo lleva al trabajo se duerme en el hombro del vecino, desayuna en la esquina del lugar donde trabaja unos tamales, o bien dos huevos crudos metidos en un jugo de naranja —que es una mezcla que produce cáncer en el intestino delgado—, pasa la mañana sintiéndose infeliz, trabajando de a poquito y quitándose las legañas; se va de bruces en el camión de regreso, a las seis de la tarde.
Los que inventaron que es bueno levantarse temprano son los que determinaron que los turnos de trabajo cambien rayando el sol…
Los que se levantan temprano a fuerzas constituyen un grupo social de descontentos, en donde se gestarían revoluciones si sus miembros no tuvieran la tendencia a quedarse dormidos con cualquier pretexto y en cualquier postura. En vez de revolucionar, gruñen y dicen que el destino les hizo trampa.
Los que madrugan por gusto son peores.
—Yo siento que la cama materialmente me avienta a las cinco de la mañana.
—Mal veo despuntar el sol, brinco de la cama, abro la ventana y pregunto: “¿solecito, solecito qué quieres de mí hoy?”
—Cuando me estoy rasurando oigo el canto del primer jilguero, después, un regaderazo con agua helada, me seco con una toalla especial de ixtle para que me abra el poro, y por último, mi té de boldo. Quedo como nuevo.
Los que madrugan por gusto son peores.
Esta clase de gente tiene la costumbre de salir a la calle de noche y caminar con paso vivaz por el centro del asfalto —le temen a la banqueta, porque creen que hay gente agazapada en los zaguanes, lista para asaltarlos; no se dan cuenta de que los asaltantes están dormidos a esa hora—, dejan a su paso una estela de agua de Colonia o talco desodorante que queda flotando en el ambiente hasta que pasa el primer autobús. Van a misa de cinco, a la Adoración Nocturna, a hacer ejercicio, a pasear un perro desmañanado, o peor todavía, a despertar al velador del edificio para que les abra el despacho.
Son, por lo general, gente de dinero y creen que la fortuna que tienen se las concedió Dios nomás por el gusto que le da verlos levantarse temprano. Aconsejan esta práctica saludable a todo el que encuentran —en realidad no tienen otro tema de conversación—, inventarían refranes si pudieran, como no pueden, repiten el consabido de “al que madruga Dios le ayuda”, que es una afirmación que carece de fundamento histórico.
Esta clase de personajes también tiene la tendencia a obligar a los niños a que les piquen la panza con un dedo.
—Mira niño, es como de fierro. Aprende: estoy así porque me levanto temprano. Tengo sesenta años y mírame.
Llegan a los sesenta como jóvenes, dando brinquitos, y mueren de sesenta y uno, víctimas de una trombosis cuádruple.
Los que inventaron que es bueno levantarse temprano son los que determinaron que los turnos de trabajo cambien rayando el sol, que los fusilamientos se lleven a cabo al amanecer, que se reparta la leche al alba, que no se permita la entrada de carga después de las siete de la mañana, etcétera. En resumen, son los únicos responsables de que la ciudad empiece a funcionar a una hora de la que nada bueno puede esperarse.»
Excélsior, 18 de julio de 1972.