Me dolía el hígado cada vez que Laura entraba al salón, siempre más tarde que todos. Ya hasta me había aprendido su ritual de memoria: tocaba la puerta y sin esperar respuesta, la abría; luego, toda sonrisas, miraba al profesor como diciendo «ya llegué»; después, claro, tomaba asiento al lado mío y terminaba el ritual con un suspiro triunfante que retumbaba en mis oídos.
La odiamos desde el día que abrió la boca por primera vez, interrumpiendo la clase para citar una frase de Nietzsche que no venía al caso y que ni siquiera alcanzó a completar. Luego le dio por integrar a sus participaciones las crónicas enteras de sus hazañas por Japón y las islas griegas, y por intercambiar con el profesor Schulze frases en alemán que nunca traducía para nosotros.
Por supuesto, para el momento en que quiso bajar de su nube y convivir con los mortales ya todos la odiábamos. Para nosotros, esa compañera era poco menos que insufrible, porque se creía «la mamá de Tarzán», se sentía la «divina garza», se daba muchas ínfulas.
Según el drae, la palabra ínfula es sinónimo de presunción o vanidad, y se utiliza en la frase «darse muchas ínfulas», al referirnos a una persona soberbia o cretina o que se cree superior a los otros, en cualquier sentido.
Este tipo de personas destacan irremediablemente en cualquier lugar donde se presenten, porque disfrutan haciendo partícipe al otro de su «superioridad». Nunca serás más guapo que ellos o más talentoso o sabrás más sobre algún tema… porque ellos siempre serán «uno más que tú», y se esforzarán por que lo sepas; aunque otra versión son aquellos que aun sin hablar destilan aires de grandeza.
Esta palabrota proviene del latín infula ‘banda, cinta’, y antiguamente se refería a una venda o tira a manera de diadema —normalmente blanca o morada— que utilizaban los sacerdotes paganos y los reyes como distintivo de su dignidad. Ésta era retorcida a manera de guirnalda, y se cubría con ella cualquier parte de la cabeza donde hubiera cabello, y al final la ataban por detrás con otras dos cintas llamadas vittae —también significa ‘cinta’—, que pendían de ella, una por cada lado.
En la actualidad, así se les nombra a cada una de las dos cintas que se encuentran en la parte posterior de la mitra episcopal —el típico sombrero utilizado por los obispos de la Iglesia católica y otras confesiones cristianas— y que funcionan también como ornamento.
Se dice que antiguamente, las ínfulas adornaban los altares, los templos y a las víctimas que iban a ser sacrificadas; y era según el número y la riqueza de las ínfulas que llevaban, como se determinaba la importancia de la víctima. De ahí proviene el dicho «víctima de muchas ínfulas» o la expresión «se da muchas ínfulas», que utilizamos para referirnos a aquéllos que sienten que no los merece ni el suelo que pisan, como Laura,1 De laurate, ‘alabar’ en latín.
que hasta el nombre le quedaba.
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