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Cuentos de hadas para monstruos solitarios

Tim Burton nos ha legado un repertorio de insólitos héroes y nostálgicas reinvenciones de íconos pop.

Inadaptado, melancólico y poseedor de una enorme imaginación, Timothy Walter Burton llegó al mundo para maravillarnos con sus macabros cuentos de hadas. Su carrera cinematográfica le ha traído sangre nueva a la animación stop motion; cimentó la estética del superhéroe «oscuro» y nos ha legado un repertorio de insólitos héroes y nostálgicas reinvenciones de íconos pop.
Durante los últimos 30 años la palabra «burtoniano» nos ha remitido a un universo mágico salido de nuestras pesadillas infantiles, mucho más perturbadoras —y significativas— que las que cualquier adulto podría tener. Bebiendo de las estéticas del estilo victoriano, el gótico, el grotesco y el expresionismo, Burton ha seguido la tradición de Charles Dickens, Edward Gorey, Roald Dahl o el Dr. Seuss, creadores que encontraron en un campo aparentemente pueril el suelo más fértil para hablar del horror existencial que subyace en lo cotidiano.
En la obra de Tim Burton el espectador —ya sea niño o adulto— puede sumergirse en las honduras de la alienación, la maldad y la depresión; puede ponerse en la piel del monstruo, del loco, del rechazado; puede mojar la punta de los pies en la inevitable muerte que a todos nos espera y jugar en terreno seguro con los miedos y criaturas que acechan en la noche. Catarsis pura, pues.
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Tim Burton nació en 1958 en Burbank, California, un soleado escenario tan cercano a Hollywood que la línea entre la realidad y la acción dejó de existir. Vivió en los suburbios toda su infancia y adolescencia —épocas que recuerda como «una brillante y surreal depresión»—, un lugar tan «puritano y burocrático» que le resultaba siniestro. Tratando de huir del incomprensible mundo real, pasaba las horas muertas en el cementerio del vecindario y consumía voraz toda la «cultura chatarra» que caía en sus manos: películas serie B, novelas de horror, programas televisivos de ciencia ficción y misterio.
Su padre había sido un jugador estrella de beisbol amateur y tenía ciertas esperanzas de que su hijo se interesara en los deportes, pero Tim no tenía de reza alguna. No fue un buen estudiante y tenía pocos amigos; prefería pasar las tardes dibujando, creando pequeñas películas animadas con bizarras figuritas moldeadas en arcilla o filmando con su cámara Súper 8 cortometrajes sobre Harry Houdini, científicos locos o monstruos salidos de los dibujos que garabateaba mientras fingía poner atención en clase.
Esclavo del ratón
Al llegar a los 18 años entró al Instituto de Artes de California —CalArts—, donde desarrolló la estética que lo definiría en cortometrajes como El rey y el pulpo y El ataque del monstruo de apio. En 1979 el departamento de animación de Disney lo contrató como parte de una renovación que pretendía inyectar sangre fresca a la compañía. Comenzó a trabajar en películas como El zorro y el sabueso, El caldero mágico y Tron, pero ninguno de sus trazos llegó al desarrollo final.
«Trataba de dibujar a uno de esos tiernos zorros y terminaban luciendo como los hubieran atropellado en la carretera».
Aunque el mérito de su peculiar estilo visual lo había destacado, ahora le exigían que se adaptara a las formas suaves y dulces, características de la productora.
A pesar de que animadores legendarios como Glen Keane o Andreas Deja lo guiaron en sus primeros pasos, nadie en la compañía parecía saber qué hacer con sus siniestros diseños. Aunque ya habían pasado casi veinte años desde la muerte de Walt Disney, sus estudios seguían hundidos en el desconcierto; ante la incertidumbre fueron muchos los proyectos arrivados, rechazados o radicalmente modificados.
Burton describe esos años como una «tortura china»: enfrentaba fuertes problemas de depresión, se escondía por horas en los armarios de la compañía o bajo los escritorios y dormía catorce horas diarias, muchas de ellas sentado en su restirador con un lápiz en la mano, fingiendo dibujar.
Sumido en la desesperanza se encontró con inesperadas manos amigas que moldearían su carrera: Richard Heinrichs, también estudiante en el CalArts, que demostró un espectacular talento para la escultura; la productora y guionista Julie Hickson, y Tom Wilhite, el director de desarrollo creativo, que en un inmenso acto de fe le otorgó al extraño animador 60 mil dólares para realizar un cortometraje de su propia invención.
Los poemas y Price
Durante sus ratos libres Tim escribía un tétrico libro de poemas infantiles que después sería la semilla de Vincent, un cortometraje de cinco minutos en el que un melodramático niño deja que su mórbida imaginación vaya demasiado lejos en su deseo por imitar a Vincent Price —el ídolo cinematográfico de Burton—. Filmado en blanco y negro, tiene una fuerte influencia del cine expresionista y es narrado por el mismísimo Price, quien afirmó que este homenaje era «mejor que cualquier estrella en el paseo de la fama».
Vincent nos muestra el futuro ethos de la obra de Burton y presenta dos de sus principales —y autorreferenciales— arquetipos: el «chico alienado» que se refugia en juegos macabros y en la cultura pop que nadie más entiende, para consternación de una sociedad o figura de autoridad que trata de «normalizar» su comportamiento; y el «padre fallido», que no puede entenderlo ni ayudarlo a encajar en un mundo amenazador. El cortometraje obtuvo excelentes críticas y un par de premios, pero el tono era tan macabro y fuera de línea con el estudio que no supieron qué hacer con él, dejándolo archivado por más de 20 años.
Su siguiente trabajo —aún bajo contrato de Disney— fue una película para televisión basada en el cuento de Hansel y Gretel, al que dio un giro solicitando un reparto japonés, utilizando su conocida estética en fascinantes escenas de animación cuya técnica homenajea la obra de Harryhausen, y escenificando una «pelea final» de kung-fu entre la bruja y los niños. Aún en esta etapa él no pensaba en ser un director, simplemente deseaba espacio y libertad para «crear».
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Jugando con mascotas muertas
En 1984 el estudio le permitió filmar Frankenweenie, un cortometraje en blanco y negro de 25 minutos que, haciendo un emotivo homenaje a la película de James Whale, nos muestra a un joven y solitario Victor Frankenstein reviviendo con electricidad a su adorado perro, para horror de los vecinos de su aburrido suburbio. Aquí encontramos uno de sus temas más arraigados: héroes de siniestra apariencia que aportan belleza a un mundo que, en su supuesta normalidad, resulta vacío y violento.
El estudio y los censores con consideraron que el material no era apto para niños, lo enlataron y despidieron a Burton. 28 años después la historia reviviría en forma de un largometraje animado cuadro por cuadro, producido —irónicamente— por Disney y estrenado en 2012.
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