El origen de la palabra amor es escurridizo, y de manera romántica se ha tratado de explicar diciendo que se compone del prefijo privativo a y mors, que significa ‘muerte’. De modo que «vivir con amor» sería «vivir sin muerte». Sin duda, una idea muy romántica, pero no deja de ser una ingeniosa ocurrencia.
Lo que sabemos es que en latín esta palabra se decía tal como ahora, amor, y lo más probable es que derive de amma, una primigenia voz infantil para llamar a la madre.
Y aunque no es lo mismo que el amor maternal, a ese sentimiento que se despierta cuando un hombre y una mujer se sienten atraídos también lo llamamos amor. Los romanos lo explicaban con la intervención de Cupido, ese eterno niño encuerado y con alitas que se entretenía lanzando flechas a los corazones para dar inicio a una historia de amor.
A partir de entonces, el varón se convertía en pretendiente e iniciaba el cortejo. Pretendiente, por cierto, viene del latín prae, ‘al frente’, y tendere, ‘dirigirse’, «el que se dirige hacia otros»; cortejar es la actitud que busca halagar mediante regalos y atenciones, tal como sucedía en las cortes reales en las que los cortesanos trataban de quedar bien con el mandamás mediante cortejos. Por cierto que la palabra corte, en este sentido, viene del latín cohors, que encierra la idea de un ‘lugar cerrado y apartado’, en este caso, de la chusma.
Ya entrado en la aventura amorosa, el galán pedía la mano de la muchacha; esto ha generado mucha curiosidad porque uno se pregunta «¿y por qué sólo la mano?». La respuesta está en el antiguo Derecho romano. Resulta que en esta sociedad, manus tenía el sentido de ‘patria potestad o tutela’, y las mujeres siempre tenían que estar bajo la manus de un tutor. Naturalmente, en sus primeros años era el respectivo padre quien tenía esta función. De modo que cuando el pretendiente pedía la manus de la chica, en realidad lo que solicitaba era la tutela para hacerse cargo de ella y de sus asuntos.
Si todo salía bien, quedaban comprometidos y los jóvenes se convertían en esposos, palabra que viene de spondere, ‘prometer’; aquí hay que resaltar que en origen los esposos no eran los que estaban casados, sino los que estaban comprometidos, concepto que sobrevive en la palabra esponsales, ‘promesa’.
Después de un tiempo se efectuaba la ceremonia en la que la pareja se juraba «amor eterno», es decir, hacía sus votos —en latín, votum, y en plural vota—, voz de la cual surgió la palabra boda, por lo que lo correcto hubiera sido escribir voda… pero la ortografía no sabe de historia.
Todos felicitaban a la nova nupta —nombre latino para «la nueva casada»—; de nova y novus surgió la palabra novios. Es de anotar la curiosidad de que en su origen latino, los esposos eran los comprometidos, y se convertían en novios en el momento que se casaban, contrario a lo que ahora entendemos.
Así, la mujer contraía matrimonio —¿la mujer?—: sí, porque matrimonium significa «calidad de madre», y al casarse, la mujer adquiría el permiso de la sociedad para convertirse en mamá.
Después de la boda, la pareja se establecía en su casa y por eso se decía que ya estaban casados.
Texto tomado del libro de Arturo Ortega Morán. De dónde viene. El lado oscuro de las palabras. México: Editorial Lectorum/Editorial Otras Inquisiciones, 2013.