Las palabras nos acompañan, siempre están cerca de nosotros, sin ellas no podríamos ni ser, ni estar, ni reír y, obviamente, ni hablar. Nacemos con palabras —«en el principio fue el verbo»— y conocemos el mundo a través de ellas, porque, ¿de qué otra forma podría un niño saber que la leche es justo eso sino a través de la palabra leche que su madre le hace llegar junto con el biberón? ¿Y de qué otra manera podemos acercarnos al mundo que nos rodea sino nombrándolo?: «Si como el griego afirma en el Cratilo/ el nombre es arquetipo de la cosa/ en el nombre rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo», diría Borges.
Pero las palabras no están ahí como piezas de museo —aunque las academias a veces quieran que lo estén—
para que las contemplemos como si estuvieran enmicadas o disecadas, atrapadas en el diccionario que a manera de cárcel o cartabón las encierra para siempre.Las palabras van cambiando, evolucionando, transformándose hasta tener una nueva faz, una nueva forma, una nueva piel.
Las palabras existen porque las necesitamos, porque precisamos significar la realidad y comunicarla, porque son ellas la herramienta para decir, para heredar y para plasmar la cultura. Las que usamos existen porque las requerimos y son ésas que utilizamos las que deben estar en el diccionario y no al revés; al contrario, los diccionarios deben de contener las formas que usamos para comunicarnos y la manera correcta de escribirlas, no constreñirnos a formas antiguas y anquilosadas.
—¿A dónde van las palabras que no se quedaron?—
Piezas de la lengua
Cuando uno echa un vistazo al Diccionario de la Lengua Española se da cuenta de que la mayoría de las palabras están muertas o en vías de estarlo. Si uno lo abre en cualquiera de sus páginas, encontrará mil y una palabras cuyo significado desconoce o que se han dejado de usar, palabras que llegaron ahí hace cientos de años —cuando se fundaron en el siglo xviii— y que corresponden a otra realidad.
Sólo por poner un ejemplo, abrí la página de la c, en donde se encuentra la entrada de cu-, y encontré palabras como: curruca, currucucha, curruña, curruscante, currusco, currutaca, cursaria, cursería, cursillista, curtación, curtiembre, curto, curuba, curucusí, curuguña, curuma, curumba, cururo, cururú, por poner sólo algunas, entre muchas otras, que son de poco o nulo uso para los hablantes del español en todo el mundo hoy en día, y que de verdad no sabrían qué significan.
Y es que la lengua cambia con la cultura y con las diferentes maneras de segmentar la realidad —que, a su vez, se modifica todos los días—, y las palabras son las unidades de la lengua, sus piezas, sus formas.
Con las épocas, con las situaciones, en los distintos segmentos que las hablan, con las creencias que las rodean, con las generaciones, con las geografías, con los ánimos, con las ideologías, con las guerras, con las tendencias, con las distintas maneras de ver el mundo que nos rodea cambiarán las palabras. Y así la abuela no hablará igual que el hijo y menos aún que el nieto, y el veliz o la petaca será sustituido por la maleta y luego por el equipaje o la bolsa, y más acá, la backpack.
Las palabras se transforman con la ventisca más mínima, y es por eso que el Poema del Mio Cid es ininteligible para un hablante de español del siglo xix, como para el mismo Cid sería una lengua marciana la que hablamos nosotros hoy. Cambian las palabras, con todo lo humano que es de ellas y que por ellas es.
—Escucha expresiones con palabras olvidadas—
Por ejemplo, decimos por decir que la gente necesita una batea para la baba, que duerme como lirón, que fuma como un chacuaco, que algo huele a xoquía, que vamos hechos la mocha, que algo no vale una bicoca, o echamos aguas sin saber por qué lo decimos; pero no tenemos ya bateas en nuestra casa, nunca hemos visto un lirón, ni por la cabeza nos pasa que un chacuaco es una chimenea industrial, que xoquía es el equivalente a olor a podrido en náhuatl, que era la locomotora sin carros la que iba rápido, que la bicoca se refiere a la batalla de Biccoca que España le ganó a Suiza sin esfuerzo, sin bajas y sin nada, haciéndolo tan fácil que poco importó, y que las aguas sucias se echaban por la ventana al grito de ¡cuidado!, o sea, ¡aguas!.
Palabras con prisa
Las palabras nos corretean, vienen a sus anchas, se nos adelantan. Ahí están términos como chairo, «me lo quiero dar», chundo y «no pinchesmames», que se usan todos los días, pero que los mayores de 30 años tenemos que hacer malabarismos para comprender.
A la vez, delatan nuestra edad, cuando hablamos ya lo estamos haciendo en pretérito, es decir, hablamos con lo que fuimos y no con lo que seremos: decimos «encender la luz», cuando ya no se enciende, sólo se aprieta un botón; decimos que «nos cae el veinte» cuando ya no existen teléfonos públicos de monedas de veinte centavos; y decimos que tenemos «un ojo al gato y otro al garabato» cuando en realidad los garabatos —en el sentido de hatos de posesiones— ya no existen.
La lengua no se detiene y en su constante devenir no hay nada permanente, excepto el cambio.
Las palabras andan deprisa, nos sobrepasan, y cuando el lexicógrafo o el estudioso del lenguaje acuña en un diccionario una acepción, la palabra ya viene de regreso con otra. Y para ello basta con poner el ejemplo de chido, que ha sido recogida en el dem como un adjetivo que significa «que es bueno, bonito o apreciable: una casa bien chida, “¡Qué chido que les hayamos ganado!”, “Ando buscando al valedor que trae los rieles más chidos de todo el cantón”», pero que pasó sin pena ni gloria, sin diccionario que le hiciera caso, y nunca fue introducida con su significado anterior: «Chido: feo, de mal gusto, naco, payo, corriente». Y ahí está entonces la palabra payo —tonto, mentecato, campesino, ignorante, rudo y, por ende, algo de mal gusto—, tan antigua que un joven de menos de 20 años ahora no la entiende.
Palabras rebeldes
Otras veces las palabras se rebelan en forma y en fondo; tal es el caso de álgido, que en origen no significaba algo caliente sino frío, y del verbo mallugar, que originalmente era magullar.
—Palabras revolucionarias—
En otras ocasiones las palabras se descasan, como ocurre con Úrsula —la de Cien años de soledad—, el rey Arturo y su mesa redonda, y el oso Yogui, que a simple vista no coinciden en tiempo, ni en espacio, ni en sonido, pero que se originan en el latín ursus, ‘oso’, y los tres significan, respectivamente: ‘osezno’, ‘el del oso’ y ‘oso’.
Estos tres se han bifurcado hasta ser lo que son ahora, como también es el caso de los motes o dicharajos —apodos, les decimos los mexicanos— y que a ojo de buen cubero no podríamos relacionar con el latín muttum, de donde viene la palabra palabra —del francés mot, o la italiana de la frase il mio motto o de motu proprio—; o bien, que se relaciona con enmudecer, mudo y murmurar… y así se enredan.
Si cambian las modas, la política, las costumbres, el mundo y la visión que tenemos de él, con él se modificarán las palabras.
Pero de pronto son otras, son jóvenes, nuevas, inusitadas, inasibles, vivaces, únicas, como el latín intensus y la intensidad que nos ha dado hoy a los mexicanos el verbo intensear.
Por todo esto es interesantísimo repasar el camino de las palabras y, por ende, de la lengua y de su composición, para comprendernos, para entender más, consulta el libro De pura lengua, de Algarabía EDITORIAL.