Perpetuada por los inmortales íconos del cine, la moda y la farándula, esta palabra nos remite a un mundo idealizado donde la belleza y el lujo van de la mano: el glamour nos seduce, nos hechiza y, justamente, sus orígenes etimológicos se remontan a las más antiguas prácticas de las artes oscuras.
El glamour —que los españoles escriben glamur— nos llegó del idioma escocés, que modificó la palabra grammar para crear los términos glamer o gramarye, que quieren decir «hechizo mágico», refiriéndose específicamente a aquel utilizado para alterar la percepción visual, cambiando la apariencia del observado y «cubriéndolo» de gracia y belleza. Es posible que derive de raíces aún más antiguas, ya sea el griego γραμμάριον —grammárion, es decir, ‘gramo’—, que se usaba como medida de peso en las pociones mágicas de los libros de alquimia; o de dos términos del antiguo nórdico: glámr —una forma poética de nombrar a la luna, o a ciertos espíritus— o deglámsýni —que se traduciría como «visión glamurizada» o «ilusión visual».
El significado moderno del grammar inglés es ‘gramática’, pero antiguamente designaba por igual a estudiantes de cualquier disciplina del conocimiento y a los sabios que, una vez dominado su campo de especialización, poseerían peligrosos conocimientos mágicos. Durante la Edad Media los estudiantes que se especializaban en la grammatica latina —lengua inaccesible para la «gente común»— eran vistos con sospecha, pues en esas extrañas palabras bien podían encerrarse estudios impíos de alquimia, hechicería y nigromancia.
El uso de la palabra cambió a mediados del siglo XIX , en parte por su popularización en el inglés gracias a los poemas de Canto del último trovador, escrito por Walter Scott en 1805, donde utiliza la palabra para referirse a la propiedad mágica que hace ver a personas y lugares como una versión mejorada de sí mismos. En 1825 un suplemento del Diccionario etimológico del lenguaje escocés registró el término glamour-gift, ‘el don del glamour’, bajo la definición de «el poder del encantamiento; metáfora aplicada a la fascinación que ejerce el sexo femenino».
Para finales de los años 30, durante la era dorada de Hollywood, las revistas de moda, los estudios de cine y las compañías de cosméticos lograron resignificar la palabra para hablar —y vender— un concepto de belleza, elegancia y sensualidad que prometía ejercer una poderosa fascinación sobre los demás: ya no pertenecía sólo a las actrices de la gran pantalla, sino que una multitud de productos prometían dotar al comprador del poder del glamour; tradición que se mantiene hasta nuestros días, donde pastas de dientes, teléfonos inteligentes y suplementos de dieta nos aseguran que, sin importar lo anodinos que seamos, por el precio correcto nos dotarán de magia, encanto y felicidad.