El compositor italiano Gioacchino Antonio Rossini, autor de 36 óperas —incluyendo La italiana en argel (1813), El turco en Italia (1814), El barbero de Sevilla (1816) y La cenicienta (1817)—, fue amo y señor de la escena operística en los primeros años del siglo XIX, fue mentor de Vincenzo Bellini, Gaetano Donizetti y Giuseppe Verdi, y se ganó los elogios de Ludwig van Beethoven e incluso de Richard Wagner —que nunca elogiaba a nadie.
Sin embargo, Rossini es uno de los personajes más peculiares en la historia de la música: no sólo fue uno de los pocos que gozaron de fama, prestigio y fortuna en vida, sino que se retiró, a los 39 años y en la cúspide de su carrera, para dedicarse… a la cocina —a él debemos la invención de un delicioso platillo: los cannelloni a la Rossini. También se dice que él sólo lloró dos veces en su vida: cuando murió su padre y cuando un pavo gordo que iba a cocinar se le cayó por la borda de un barco.
El buen Gioacchino estaba perfectamente consciente de su genio musical y por ello, quizás, no se molestaba en hacer grandes esfuerzos: «Hay que esperar hasta la noche anterior al estreno. Nada garantiza más la inspiración que la necesidad, así sea el transcriptor esperando a que le entregues la partitura o el impaciente impresario arrancándose el pelo. En mis tiempos, todos los impresari de Italia ya estaban calvos a los 30…». De ahí que compusiera oberturas sólo horas antes del estreno y hasta llegó a utilizar una obertura íntegra de una vieja, pero famosísima, ópera suya: la de El barbero de Sevilla, que es también la obertura de otras dos de sus óperas. Si el público amaba las melodías rossinianas, ¿para qué cambiarlas? Rossini cometía autoplagio —y fusil a otros, también—; sin ningún empacho cortaba arias y pedazos enteros de trabajos anteriores para insertarlos en nuevas óperas.
Cuenta una anécdota que, durante el estreno de una de sus primeras obras, el fracaso rotundo fue obvio pasados solamente unos minutos de representación. La gente abucheaba, chiflaba y lanzaba cosas a los cantantes, mientras que el impresario se lamentaba por la fortuna perdida y Gioacchino Rossini reía a carcajadas detrás del escenario. El primero, muy sorprendido, se acercó al compositor:
—Gioacchino, ¿estás loco acaso? ¿No ves que tu ópera es un fracaso total y tú riéndote como niño? ¿Por qué te ríes así?
—Es que esos idiotas no saben que están abucheando a Mozart.