Cuenta mi mamá que cuando mis hermanos y yo éramos bebés, mi papá nos echaba el humor del puro en la cuna «pa´ que se vayan acostumbrando», decía.
A muchos, esto puede parecerles monstruoso, porque hoy en día todos sabemos que el fumar es malo, que quien fuma se está suicidando poco a poco, que el tabaco es signo de que tenemos algo mal: de que somos neuróticos, de que tenemos baja autoestima y de que nos falta voluntad.
Y es que la cultura actual está muy influida por la «psique» estadounidense, que es así, maniqueísta: o ama u odia. Primero el alcohol, luego el tabaco, después la grasa y ahora los carbohidratos. Entonces se imponen tareas, como tomar dos copas de vino al día, porque se enteraron de que los franceses y los españoles se las toman y tienen mucho menos incidencia de males cardiacos que ellos; pero no se dan cuenta de que si los franceses y los españoles son más sanos es porque no se preocupan y se toman el vino si lo apetecen y fuman si les da la gana —no es gratuito que, a pesar de que los gringos conforman 5% de la población del planeta, consuman 45% de los medicamentos en el mundo.
Fumar
Así pasa con el fumar. Monstruoso o no, el hecho de que mi papá fume puro y me haya enseñado a fumarlo es algo que agradezco porque, gracias a él, puedo disfrutar de uno de los más grandes placeres que ha descubierto la humanidad.
Para mí, fumar es un placer —no una tarea ni un signo de neurosis. Para mí, como para Cabrera Infante, fumar no es un vicio, porque «un vicio es fumar un puro tras otro como si fueran cigarrillos». Y es que quien sabe fumar, cuando prende un puro, está convencido de que tiene la calma y el momento para disfrutarlo: en la sobremesa, platicando entre amigos, frente a la computadora. Hay mil maneras de disfrutar un puro y todas ellas te acercan a la calma de la intimidad, porque el puro es eso y mucho más.
¿Desde cuándo fumamos?
Cuando Colón llegó al Nuevo Mundo vio a algunos indios con sahumerios y se dio cuenta de que eran hojas de la planta de tabaco que quemaban «como un tizón en la mano y yerbas». Se trataba de una planta originaria de Yucatán que los indígenas fumaban desde hacía mucho tiempo.
Los españoles fueron los primeros en fumar tabaco y en sufrir los castigos y prohibiciones. Rodrigo de Jerez, descubridor de las Américas junto con Colón, sucumbió a los placeres del tabaco y de regreso a España, al ser sorprendido echando humo por la boca, fue confundido con un poseso y enviado a prisión por el Santo Oficio. De esta forma, el tabaco cobraría su primera víctima.
No obstante, durante los siguientes siglos de dominio colonial, España monopolizó su comercio, para lo cual prohibió el cultivo de la planta en la Península y le dio a Cuba el privilegio en la producción y envíos de tabaco a todo el Imperio. «No hay nada más importante que el tabaco», se decía en Cuba. En esta isla comenzaron a reconocerse dos centros destacados de la hoja de tabaco por sus excelentes condiciones climáticas: Vuelta Arriba y Vuelta Abajo; ambas siguen siendo las regiones con denominación de origen más importantes.
Moda y placer
Es a comienzos del siglo XIX cuando el tabaco empieza a ponerse de moda, así se convierte en símbolo de bienestar. A partir de ese siglo se comienza a consumir el puro, «la única voluptuosidad» en su forma natural. Así aparecen las primeras marcas famosas, como Montecristo, Fígaro, Punch y Upmann. La aparición y desarrollo del barco de vapor favoreció la multiplicación de los intercambios, las marcas, las fábricas y las plantaciones que las abastecen. El movimiento fue tanto que, a mediados de siglo, este tabaco ya empezaba a ser conocido como habano. El único, el mejor, como dice el legendario amante y conocedor de puros Zino Davidoff: «Para muchos y, sobre todo para mí, el puro no puede ser otro que el habano».
«El puro es un instrumento de felicidad y siempre trae con él relajación y paz mental».
José Martí, el escritor revolucionario, liberó a Cuba en 1895 con la ayuda de miles de fabricantes de puros que se habían exiliado en Estados Unidos. Casi 70 años después, en 1959, Fidel Castro derrotó al dictador Batista y tanto él como el Che Guevara promocionaron el cultivo del tabaco, restaurando antiguas marcas y creando nuevas —Cohiba, por ejemplo—, basando buena parte de la economía cubana en su explotación.
En el siglo XX, el puro ganó popularidad y empezó a ser estandarte y blasón del hombre acomodado. Cuentan que durante la II Guerra Mundial, Winston Churchill, quien tenía una cava personal de habanos en su oficina, después de uno de los bombardeos a Londres, estando en el extranjero, le habló a su secretario particular y, antes de preguntarle cuáles eran los daños que había sufrido la ciudad, preguntó si su cava no había sufrido alguno. John F. Kennedy, por su parte, durante la década de los años 60 promulgó un embargo comercial a Cuba bloqueando todo comercio con la Isla, principalmente los habanos, pero, con información privilegiada, él aseguró su propia reserva: «Necesito muchos puros, como mil, ponte en contacto con todos tus amigos y reúne tantos como sea posible», le ordenaría a su secretario particular en la Oficina Oval.
Durante la última década del siglo pasado, el puro se encontró con una nueva moda en donde las mujeres ya eran protagonistas y ahí encontramos a muchas actrices o modelos disfrutándolo —aunque María Félix y Sara García ya lo habían hecho muchos años antes.
¿Por qué placer?
Epicuro —filósofo griego del siglo IV a.C.— ve el placer como una forma de pasar mejor por esta vida.6 Él creía que la felicidad se logra a través del desprendimiento del dolor, la pena, el temor y las preocupaciones; y el logro de la felicidad exige una combinación de los placeres de tal manera que no perjudiquen el bienestar total del individuo.
Si encendemos nuestro tabaco a escondidas, en un entreacto, subrepticiamente o con culpa por el futuro cáncer de pulmón, si fumamos con semejante carga —cualquiera que sea su origen y su fundamento—, no hay placer alguno. Como diría Joaquín Sabina: «Si lo que quieres es vivir cien años, no pruebes los licores del placer»; pero si por placer entendemos lo que dice el Diccionario de uso del español, es decir, una «sensación producida en los sentidos o en la sensibilidad estética por algo que gusta mucho», el fumar es un placer en toda la extensión de la palabra y aquí podemos citar de nuevo a Davidoff: «Un buen puro contiene la promesa de una experiencia completamente placentera […] está hecho para ser disfrutado con placer a través de todos los sentidos: el olfato, el gusto, el tacto, la vista y, cuando lo tomamos entre los dedos, el discreto ruido que hacen las hojas, es un deleite también para el oído».
Fumar es un placer genial, sensual y varias cosas más —como diría el tango—, si tenemos la suficiente lucidez como para querer que lo sea, si estamos en posesión de este placer y ejercemos su disfrute, si lo inscribimos en el contexto de una vida placentera y voluntariamente feliz: fumar, comer, beber y conjugar todos los otros verbos nacidos de la maravillosa multiplicidad de nuestra vida. «Nunca fue una buena receta reducir, excluir o amputar posibilidades; de lo que se trata es de saber conciliarlas». En mi mundo conocido, el fumar es uno de los muchos placeres que existen y saber que lo puedes llevar a cabo da felicidad; como diría Stendhal —quien también fumaba puro—: «Aquellos que han conocido la sensación de felicidad, al menos cuatro o cinco veces en su vida, deberían estar agradecidos».
Saborear un buen puro
Los fumadores expertos hablan de «degustar» el sabor del humo. Una calada, en la que se paladean la complejidad y la lograda combinación de los sabores, es comparable al placer que provoca un sorbo a un gran vino o besar a alguien que nos gusta mucho. En las hojas, en la fermentación, en el humo y en el sabor que va cambiando conforme lo vamos consumiendo hay algo indescriptible, un misterio del que Davidoff habla y del cual dice: «Si el tabaco es un culto perdido, si está rodeado de un misterio que nos elude, es necesario hacer una reverencia ante el misterio mismo».
Entre los fumadores de puro hay personajes tan renombrados como Winston Churchill y Fidel Castro; tan cagados como Groucho Marx y Woody Allen; tan famosos como Humphrey Bogart y Jack Nicholson; tan guapos como María Félix, Pierce Brosnan, Kevin Costner y Rachel Welch; tan talentosos como Gene Hackman y Francis Ford Coppola; tan legendarios como Sartre, Freud y Voltaire.
Anécdotas sobre el puro hay muchas. A Voltaire le dijo una vez uno de sus alumnos: «No fume, maestro, el tabaco es un vicio que mata lentamente», a lo que él contestó: «No tengo prisa». Freud fumaba aproximadamente quince puros diarios y murió de cáncer en la mandíbula a causa de ello. En la película Crimson Tide —Marea roja—, una especie de remake de la famosa Motín a bordo, el capitán Frank Ramsey, brillantemente interpretado por Gene Hackman, le dice al comandante Ron Hunter —Denzel Washington—, mientras fuman un puro en la cubierta:
—¿Le está gustando el puro que le di?
—Está muy bueno, señor.
—¿Es su primero?
— Sí.
—Bueno, pues que no le guste tanto. Son más caros que las drogas.
No me queda más que agregar. Creo que Davidoff lo vuelve a decir mejor que nadie: «El puro siempre trae con él relajación y paz mental […] en el placer que un buen puro brinda hay algo indefinible y el fumador de puro, como el amante perfecto, es un hombre calmado, tranquilo, que tiene confianza en sí mismo; es, sin duda, un hombre que conoce la felicidad».