Las anchas aceras de Seúl, capital de Corea del Sur, se desbordan de peatones y los coches detenidos en las avenidas no encuentran escape. Estoy apretujada en el tumulto de carne y lámina de la segunda megalópolis del mundo. El cielo azul apenas se asoma tras los edificios que forman un horizonte artificial. Frente a mí está el Railway Bridge, que en realidad son cuatro puentes masivos de piedra y acero por donde circula el metro con un trote ágil y ruidoso. Desfilan ante mí un vagón tras otro; decido seguir a uno, desaparece a lo lejos y clavo mi vista en el nuevo escenario: el río Han. Estoy parada en su ribera verde, amplia y diseñada para recorrerla a pie o en vehículos no motorizados.
A las orillas del Han
A inicios de este siglo, Seúl fue objeto de una transformación para convertirla en una ciudad más habitable. Se construyeron o remodelaron espacios públicos y naturales que invitan a sus habitantes a salir y divertirse. En ellos, se forjan un fin de semana tras otro las tradiciones del siglo XXI. Así que, para adentrarme en esta megalópolis renovada, me dejo llevar por el río Han, cuya ribera es un excelente ejemplo de la transformación de Seúl.
Pedaleo mi bicicleta rentada sobre la pista, flanqueada por pasto y matas silvestres, mientras las familias comienzan a llenar los juegos infantiles con sus risas en esta tarde de viernes. Al dejarlos atrás, el silencio se extiende poco a poco hasta asentarse. Los edificios no dejan de emerger a mi paso, pero la naturaleza que se cuela entre ellos suaviza el paisaje urbano. A mi izquierda, los edificios de departamentos alternan con pinos y enredaderas; a mi derecha, el anaranjado atardecer es tinta que corre por el río y telón de fondo de los edificios de Gangnam, distrito financiero y pudiente.
Llama mi atención el parque Yeouinaru abarrotado de pequeñas tiendas de campaña, así que devuelvo mi bicicleta para explorarlo. Los coreanos trabajan muchas horas, pero también han de pensar que en la vida hay más que el trabajo y la escuela, y que existen los amigos y la ribera del río Han para reunirse con ellos. Las noches de los viernes vienen y rentan un kit que incluye un par de sillas plegables, dos tapetes plásticos y la tienda de campaña, todo perfectamente acomodado en un vagón rojo que jalan desde el puesto de renta hasta la ribera. La cena huele a puerco y pollo asados que compran en uno de los tantos puestos callejeros a la redonda. Otra opción es ordenar comida y recibirla de los servicios de entrega en uno de los diferentes puntos de entrega establecidos a lo largo de la ribera, porque la entrega a domicilio ya es una tradición en la ciudad.
Me siento en una banca de madera en la Marina Seúl y me dejo acompañar por la brisa nocturna y las baladas románticas de un dueto amateur. La hiperactividad de la ciudad queda atrás. Para los que estamos aquí, no hay mejor manera que ésta de empezar el fin de semana.
Bienvenido a hanok
La mañana siguiente, abro los ojos y lo primero que veo son las vigas de madera del techo. Me estiro y me siento bien descansada luego de haber dormido sobre un colchón en el piso. Me hospedé en uno de los varios hanok —casa tradicional coreana— transformado en hotel en el barrio antiguo de Bukchon. La habitación es acogedora por sus muebles de madera, al igual que su piso e intrincada cancelería tallada que acoge las ventanas de papel.
Corro la puerta para salir y veo las demás habitaciones organizadas en torno al pequeño jardín central, que tiene en una esquina un conjunto de arbustos bañados de rocío. Me encuentro con mi anfitriona y aprovecho para preguntarle por qué los coreanos dormían, comían y trabajaban sentados sobre el piso. Los pájaros trinan como si quisieran responderme mientras ella me explica que se debe al sistema de calefacción tradicional, ondol, que calentaba el piso durante los inviernos de temperaturas bajo cero. Se echaba leña en hornos y el calor se dispersaba por los ductos subterráneos para calentar las diversas capas del piso: lajas de piedra, barro y el papel tratado con aceite en la superficie. Actualmente, los ductos del ondol transportan agua caliente.
Cosplay tradicional coreano
En el mismo barrio de Bukchon, visito el Palacio Changdeokgung, el mejor preservado de los cinco de Seúl y construido por la dinastía Joseon (1392-1897) para vivir en él. Por su vasto terreno, abundan los pabellones de madera de paredes rojas, puertas amarillas, plafones con motivos en verde y azul, y tejados negros rematados por figuras de demonios para proteger al edificio —según la creencia—. Pero lo que más llama mi atención son las decenas de jóvenes que pasean portando la vestimenta tradicional en variados colores y que hoy los coreanos usan para ocasiones especiales: el hanbok. La versión femenina consta de una blusa de cuello y manga larga, y una falda acampanada hasta los pies que se ajusta debajo del pecho; mientras que la masculina, tiene una chaqueta a la cadera o a la mitad de la pantorrilla y pantalón amplio para poder sentarse en el piso, por supuesto.
En el Jardín Secreto, antes reservado para la familia real, mi curiosidad me lleva a acercarme a una pareja. «¿Que por qué venimos vestidos en hanbok? Porque es divertido escogerlo en las tiendas de renta e imaginar que somos la realeza», me responde la mujer sonriente en su blusa roja y falda azul marino con encaje beige que integran su hanbok. «Y compartir las fotos en redes sociales», añade el hombre. Yo me divierto imaginando que las visitas de los jóvenes cada fin de semana hacen florecer a los lotos de los estanques del Jardín Secreto y despertar a sus quioscos del sueño en el que acogen encuentros, como cuando los emperadores venían aquí a relajarse de las presiones de gobernar.
Paz y barullo
Ya es tradición que la calle Insa-dong, ubicada en el barrio cultural del mismo nombre, se cierre al tránsito de vehículos cada sábado. Tanto turistas como locales visitan sus galerías de arte contemporáneo y de antigüedades; tiendas donde comprar tazas, platos y floreros tradicionales de celadón —porcelana verde—, así como productos coreanos de belleza, una industria pudiente. La alegría tiene el sonido de las pláticas animadas de los comensales en los restaurantes callejeros y de las sartenes que fríen la carne que comerán. Yo prefiero comprar a una pareja de ancianos una bolsa generosa de castañas recién tostadas sobre el comal.
Insa-dong está cada vez más concurrida y es momento para mí de escapar a un lugar donde pueda estar de nuevo a mis anchas. Escojo recorrer el gran parque Namsan en un autobús de la línea N. El parque acoge el Teatro Nacional de Corea y la Librería Pública de Namsan, cuyos edificios contemporáneos contrastan con secciones de la muralla de piedra, Hanyangdoseong, que protegía la antigua ciudad. Llego a la cúspide del monte Namsan, ocupada por la Torre de Seúl, que cuenta con un observatorio para ver la ciudad en 360 grados. Prefiero asomarme por el mirador gratuito, sin vidrio de por medio, a admirar esta ciudad que logró transformarse no sólo para ser más habitable, sino también divertida con sus tradiciones del siglo XXI. Me despido de los primeros árboles otoñales del parque, del río Han y, a lo lejos, del horizonte natural de Seúl formado por sus cerros rocosos.
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