En 1902, Gustav Klimt pintó su cuadro Las fuerzas del mal: un mosaico de mujeres en pubertad, madurez o vejez alrededor de un titánico simio. Fiel a su estilo simbolista, Klimt suplió la fragilidad, la devoción y la ternura femenina con un misterioso elogio a la lujuria. Un solo sexo, tres edades que concentran la quintaesencia de las femmes fatales.
El término femme fatale —«mujer fatal» en francés— fue acuñado en 1867 por Georges Darien.
Años después, en 1912, George Bernard Shaw lo añadió a un diccionario y definió el concepto como: «una mujer hermosa y peligrosa que, mediante sus irresistibles encantos, atrae a los hombres hacia el peligro, la destrucción e, incluso, la muerte».
La imagen de la femme fatale tiene sus raíces en el temor decimonónico por las mujeres que decidían alejarse de su papel conyugal y, por esa razón, eran vituperadas y vistas como presencias amenazantes, rebeldes y usurpadoras, equiparables a la imagen de Lilith.
Esta fallida compañera de Adán fue elegida para representar esa belleza maliciosa: esbelta, de piel marmólea, melena rojiza, carnosos labios rubí, ojos esmeralda, nacarada sonrisa, impulsiva, con la lascivia a flor de tacto, sin respeto alguno por el otro sexo.
Caben en este arquetipo personajes bíblicos como Eva, Salomé, Judith, Dalila; mitológicos como Medea, Pandora, Medusa, la Esfinge, las sirenas; o literarios como Salambó, Lorelei, Sidonia.
Los artistas prerrafaelistas, simbolistas y modernistas también bebieron de esa inagotable fuente narrativa del decadentismo y la hicieron objeto de sus pinturas.
El cine se abre
A principios del siglo XX, el cine tuvo su primera furia del celuloide: la actriz estadounidense Theda Bara —Cleopatra (1917)—, cuyo nombre artístico es un acrónimo de las palabras death arab.
A ella le siguieron «lotos intoxicantes» como Louise Brooks, Greta Garbo o Pola Negri, una legión de vampiresas dignas de novelas góticas. Pero lo mejor —o mejor dicho, lo peor— todavía estaba por venir.
En 1926, la revista Black Mask dio un giro a la novela policiaca: en ésta, la sociedad tendría que entenderse desde el punto de vista del crimen: «un mundo que no huele bien, pero es donde se vive».
A partir de esa óptica y esa narrativa, surgió en Hollywood —especialmente en el periodo de esplendor entre El halcón maltés (1941) y Sombras del mal (1958), ambas dirigidas por John Huston—, el llamado film noir o cine negro.
Dicho género privilegió la negrura por todas partes: se trataba de sórdidos ambientes nocturnos, en los que un detective duro de pelar —hard-boiled— recorría la podredumbre humana al lado, o en pos, de una femme fatale.
Film Noir
Hacer cine es hacer mitología, y el film noir tiene uno de los mejores catálogos de esas bellezas siniestras casi mitológicas: Bette Davis como Valerie Purvis en Satan Met a Lady (1936), Barbara Stanwyck como Phyllis Dietrichson en Double Indemnity —Pacto de sangre— (1944), Lana Turner como Cora Smith en The Postman Always Rings Twice —El cartero siempre llama dos veces— (1946), Rita Hayworth como Gilda Mundson en Gilda (1946) o como Elsa Bannister en The Lady from Shanghai —La mujer de Shangai— (1947), Ava Gardner como Kitty Collins en The Killers —Los asesinos— (1946), o Joan Crawford como Eva Philips en Queen Bee (1955). Amarlas era condenarse.
Del otro lado del océano, antes del cine negro, el expresionismo había creado sus propias devoradoras con las bocas rebosantes de besos tóxicos. El ejemplo más emblemático es Marlene Dietrich como el personaje de Hienrich Mann, Lola-Lola, en El ángel azul (1931), bajo la dirección claroscura de Josef von Sternberg.
En ella somos testigos de la caída al abismo del profesor Immanuel Rath —Emil Jannings, en una interpretación colosal— cuando es atrapado en el vértigo sexual de una actriz vestida con chistera, liguero y corsé, que lo llama con un canto digno de una sirena.
Carne y canción provocan la domesticación total, reteniendo y arrastrando al digno caballero con sólidas cadenas del desdén.
Más tarde, también tenemos a Gloria Swanson, una de las primeras divas cinematográficas; al menguar su fama se ocultó de las miradas, pero en medio del limbo del olvido filmó Sunset Boulevard (1951) y, bajo la guía de Billy Wilder, representó a la senil Norma Desmond, en cuyas garras puso el destino al joven guionista Joe Gillis —William Holden—, a quien le aplicó todo el repertorio de Ónfale: sometimiento, explotación y hundimiento. A la víctima sólo le quedó el consuelo de contar su historia desde el más allá.
Immanuel Rath y Joe Gillis son nombres pronunciados con sollozos: el maestro y el escritor proclamaron su fanatismo por las expertas en aplicar crueldad a fuego lento.
Esos esclavos voluntarios que sólo se atreven a susurrar: «Mi mal eres tú», aman a estas nuevas esfinges —fatales, incluso para sí mismas— precisamente por el daño que les provocan. Y ahí está la magia de las femmes fatales: hechizar con su carácter letal.
Femmes fatales de hoy
Artemisia Gentileschi concentró el pavor primordial del hombre por la mujer en su óleo Judith decapitando a Holofernes. Sin ningún velo, erotizó la violencia como ocurriría con el cine durante los años 80 y 90.
En medio de un remanso navegado por hábiles mujeres en todos los ámbitos, incluido el prostibulario —como el personaje de Lana, interpretado por Rebecca de Mornay en Negocios riesgosos (1983), dirigida por Paul Brickman—, las hijas de Lilith volvieron por sus fueros.
Primero, está la rubia figura de Kathleen Turner, en dos papeles esenciales: la mortífera Matty Walker en Body Heat —Cuerpos ardientes— (1981), del director Lawrence Kasdan, y como la mujer de la noche con vida doble, China Blue, en Crimes of Passion (1984), dirigida por Ken Russell; por si fuera poco, Kathleen prestó su voz a la más sensual de las femmes fatales de animación: Jessica Rabbit.
En 1992, Paul Verhoven sacó a la luz sus Bajos instintos, cinta en la que Sharon Stone, como la refinada asesina Catherine Tramell, destiló lujuria en el interrogatorio.
Su mirada podía encender un cigarrillo y, con sólo cruzar las piernas, le reveló a los policías que la boca del Infierno no necesita ni acompañantes, ni solfatarras para estremecer al intruso.
Estériles, las joyas caídas de la casaca de Lucifer estaban condenadas a la extinción, pero encontraron la forma de procrear: como íncubos preñaban doncellas, como súcubos robaban el semen a los donceles; aquéllas vivían cuidando un hijo maldito, éstos morían al emitir su último gemido de placer.
Esa leyenda medieval fue llevada a la pantalla bajo el nombre de Especies (1995), dirigida por Robert Donaldson. Sil —interpretada por Natasha Hanstridge— es, de manera literal, una belleza artificial, «mata para procrear y procrea para matar». El mejor ejemplo de la lujuria químicamente pura.
Otras femmes fatales recientes dignas de mención han sido: Madonna como Rebecca Carlson en Body of Evidence —Cuerpo del delito— (1993), dirigida por Uli Edel; Demi Moore como Meredith Johnson en Disclosure —Acoso sexual— (1994), del director Barry Levinson, y Catherine Zeta Jones como la devastadora Marylin Rexroth en Intolerable Cruelty —El amor cuesta caro— (2003), dirigida por Ethan y Joel Coen.
Y en tierras mexicanas
Sí, la cinematografía mexicana no está exenta de las femmes fatales, que eran exótica ambrosía para los sentidos, briosas, indomables y, envueltas en misterios, llenaban de sensualidad sus pasos, igual que un gato.
Esa alquimia de naturalezas formó parte de la iconografía sensual del cine mexicano: Andrea Palma como Rosario en La mujer del puerto (1933); Dolores del Río en Las abandonadas (1945); Leticia Palma en En la palma de tu mano (1951); Lilia Prado y sus pantorrillas en su papel de Raquel, en Subida al cielo (1952), dirigida por Luis Buñuel; o María Félix en la trilogía de Fernando de Fuentes —Doña Bárbara (1943), La mujer sin alma (1944) y, sobre todo, La devoradora (1946)—, con la que se cimentó la imagen de «La Doña».
Una vez terminado el recorrido sobre las femmes fatales, queda claro que quienes las amen sufrirán noches deshabitadas, amancebamiento, tormento e, incluso, la muerte… porque después de besar a la Esfinge, lo malo siempre se pone peor.