El interior de la mansión apenas una muestra de lo mucho que acumularon los Collyer. A veces pareciera que los hilos que mantienen suspendida nuestra cordura son delgados y frágiles, y que un hecho fortuito o insospechado sería suficiente para sumirnos en la más profunda e irremediable de las locuras.
«Madness is like gravity: all you need is a little push.»
El Guasón (Heath Ledger) en The Dark Knight (2008)
El mal llamado Parque de los Hermanos Collyer es un minúsculo solar de tierra en el que el Ayuntamiento de Nueva York plantó en su día una docena de sicomoros que crecen a la sombra de una altísima torre de viviendas de protección oficial, en pleno corazón de Harlem. En este mismo lugar se alzaba, hasta que fue destruida por orden judicial en 1947, la elegante mansión donde ocurrieron los sucesos protagonizados por Homer y Langley Collyer.
Algún funcionario municipal con alma de poeta quiso inmortalizar así el recuerdo de los protagonistas de uno de los más extraños episodios de la historia local neoyorquina, repleta de por sí de episodios sumamente extraños. Seis décadas después de ocurridos los hechos, la historia de los hermanos Collyer sigue atrapando la imaginación de los neoyorquinos.
Desde que se descubrieron los cadáveres de Homer y Langley en el interior de la casa hasta hoy han visto la luz un número considerable de libros, películas, obras de teatro y exposiciones que rememoran la historia de los fantasmales inquilinos del número 2078 de la Quinta Avenida. […] excéntricos por naturaleza.
Todo empezó hace exactamente un siglo, en 1909. Entonces Harlem era un barrio exclusivo y elegante, ocupado por familias acomodadas de raza blanca, nada que ver con la situación de hoy. Aquel año, Herman Collyer, ginecólogo de profesión, y su esposa, Susie, cantante de ópera, se instalaron en un brownstone —construcción de arenisca granate de cuatro plantas muy característica de los barrios residenciales de Nueva York— ubicado en la esquina de la Quinta Avenida con la calle 128.
Los Collyer tenían justificada fama de excéntricos. El padre de familia, sin ir más lejos, tenía por costumbre acudir a su consulta en canoa. Los tabloides de la época se hacen eco del sentimiento de aprensión que despertaba entre sus vecinos la visión de su silueta mientras recorría las calles con una piragua invertida en alto, como un extraño bípedo sin cabeza. El matrimonio Collyer aguantó en la casa de Harlem una década.
Rondaban a la sazón los 20 años de edad. De momento, la servidumbre se quedó con ellos.
Cuando el flujo de población afroamericana empezó a cambiar el perfil del barrio, los blancos iniciaron el éxodo a otros lugares de la ciudad. Homer y Langley decidieron no seguir los pasos de sus padres.
Durante algún tiempo llevaron una vida relativamente normal: estudios en Columbia University —Homer se graduó en derecho de almirantazgo, y Langley, que además tocaba el piano y era inventor, en ingeniería—; los primeros empleos esporádicos; incluso llegaron a dar alguna fiesta de sociedad. Al morir sus padres, heredaron una fortuna que les permitió afrontar sin traumas la era de la Depresión.
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En 1932, Homer, el hermano mayor, perdió la vista y jamás volvió a poner un pie en el vecindario. Su hermano ideó para él una receta consistente en consumir cien naranjas a la semana, y aunque salía esporádicamente a la calle, procuraba estar la mayor parte del tiempo encerrado en casa con él.
Fue entonces cuando comenzó la compulsiva acumulación de periódicos y revistas. Las publicaciones que los vecinos tiraban iban a parar a la mansión, Langley Collyer las ataba con cuerdas, formando con ellas murallas que llegaban hasta el techo. Su idea, le confesó a un reportero que se las ingenió para entrevistarlo, era crear un gigantesco periódico viviente en el que se resumiera la historia de nuestro tiempo para que la leyera su hermano cuando recobrara la vista. Las incursiones nocturnas que efectuaba Langley en la basura no se limitaban a las publicaciones periódicas. Su compulsivo afán le llevó a recoger toda suerte de objetos imaginables.
Aislados del mundo
La reclusión de los hermanos Collyer adquirió tintes de leyenda. Se decía que la mansión encerraba lujos y tesoros propios de Las mil y una noches y que en su interior se alzaban montañas de dinero que los hermanos se negaban a depositar en el banco.
Los diarios neoyorquinos se interesaron por los enigmáticos reclusos de Harlem, publicando crónicas que magnificaban la leyenda. Los Collyer reaccionaron reforzando su aislamiento. Desconectaron el timbre de la puerta. Cortaron el teléfono.
La mezcla de repulsa y fascinación que inspiraban se traducía a veces en actos de violencia.
Sellaron las ventanas con gruesas tablas de madera y dispusieron un sistema de trampas cable hábilmente ocultas en lugares estratégicos de la red de túneles de papel que iba creciendo en el corazón de las tinieblas en el que, literalmente, se convirtió la casa. Por falta de pago, los Collyer se vieron privados del suministro de agua, gas y electricidad.
El ingeniero Langley recurrió a subterfugios, como instalar el venerable Ford t de su padre en el comedor a fin de que hiciera las veces de generador eléctrico. Por las noches se aventuraba en un parque vecino para proveerse de agua.
Basura, basura y ¡ya!
Desde entonces hasta que les llegó la hora de la muerte, la historia de los Collyer se resume en una palabra: basura. Día tras día, año tras año, se dedicaron a acumular la más disparatada variedad de objetos abandonados en los vertederos de la vecindad.
Cualquiera que haya pasado algún tiempo en Nueva York, sabe que la basura tiene aquí un significado muy especial. Es la metáfora de algo que no resulta fácil definir, tal vez el alma sucia de Manhattan. […] Sea como fuere, la basura fue lo que precipitó el final de los hermanos Collyer.
El 21 de marzo de 1947, a las 8:53, se recibió en la comisaría local una llamada denunciando algo raro en el brownstone de los coleccionistas de basura….
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Eduardo Lago es escritor, traductor y director del Instituto Cervantes de Nueva York. Este artículo apareció publicado por primera vez en El País Semanal, núm. 1730.
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