El western es, para muchos, el género cinematográfico estadounidense por antonomasia. Ha sufrido altas y bajas, experimentado renacimientos, y no siempre las ha tenido todas consigo; a con frecuencia es menospreciado por los amantes del «cine serio», porque en los terrenos cinematográficos, como en tantos otros, se suele confundir lo grandioso con lo grandote. Vayamos por partes.
Primer disparo: marco ideológico
Se les llama westerns porque usualmente suceden en el Oeste —West— de los EE.UU. Este género creó mitos para un país naciente: Billy «the Kid», el pleito en el O.K. Corral, y tantos otros relatos, proveyeron imágenes de un pasado «glorioso», lleno de hombres valerosos y mujeres sacrificadas, y se contaron historias de quienes, al ampliar fronteras «hicieron grande» a un país —lo que sea que eso signifique.
El western es un producto de la doctrina del «Destino Manifiesto», según la cual los gringuitos —blancos, anglosajones y protestantes— tenían la misión encomendada por Dios —no es broma— de propagar las virtudes del «American Way of Life», lo cual funcionó como soporte ideológico a la salvaje expansión capitalista de los EE.UU. que, desde mediados del siglo XIX, destruyó culturas nativas y se apropió de territorios extranjeros —como sucedió con la mitad de México.
En este marco, los protagonistas del western se enfrentan a la barbarie, son individualistas y, aunque desconfían de las instituciones, tratan de reformarlas, convirtiéndose en promotores de la «civilización al estilo americano». Un ejemplo de este tipo de héroes es el James Stewart de The Man Who Shot Liberty Valance —Un tiro en la noche— (1962), que lucha por su estado y se convierte en senador.
El héroe del western es la encarnación del bien que enfrenta al mal; de ahí el tufo conservador y racista que muchos advirtieron en su discurso: los indios son los «malos» porque se oponen a los estadounidenses; y los mexicanos, chaparros, morenos y pésimos hablando inglés, siempre son los villanos. A menos que ambos la hagan de dóciles amigos necesitados de la protección del blanco, como en The Magnificent Seven —Los siete magníficos— (1960).
El género es, además, muy sexista: las mujeres son casi como muebles. Eso sí, muy heroicas y valerosas, dispuestas al sacrificio, a soportar la vida dura de un pionero y a esperar a su hombre —aunque éste fuera encarnado por el cara de palo de John Wayne—; si se apartaban de ese modelo, la muerte era su castigo; un ejemplo es Linda Darnell, la maravillosa «Chihuahua» de My Darling Clementine —La pasión delos fuertes— (1946).
Segundo tiroteo: nace el género
La primera cinta reconocida como un western es The Great Train Robbery —El gran robo del tren— (1903), dirigida por Edwin S. Porter, que cuenta ya con los elementos básicos del género: el paisaje, los héroes, los bandidos —ladrones y asesinos— y las fuerzas de la ley. Narra una historia completa que causó un gran impacto entre el público con sus escenas coloreadas y con una toma en la que el villano dispara directamente a la audiencia.
La popularidad del trabajo de Porter hizo que abundaran este tipo de cintas y que surgiera el género como tal. Éste no tardó en consolidarse y, aunque los argumentos tendían a repetirse —o peor, a acartonarse—, lo salvó la popularidad de protagonistas como G. M. Andersonm «Bronco Billy» y William S. Hart, quien encarnó a uno de los primeros vaqueros románticos, solitarios y taciturnos. Pronto aparecería también Tom Mix con cintas bastante planas pero llenas de maravillosas acrobacias. Del periodo mudo, el mejor ejemplo de las alturas épicas que alcanzó el género es The Iron Horse —El caballo de Hierro— (1924), de John Ford, que narra la problemática construcción del ferrocarril Union Pacific. Por estos tiempos, el western sufre, para bien, la influencia de corrientes como el expresionismo alemán: proyección de ello es la extraordinaria The Wind —El viento— (1928), de Victor Sjöström.
Para algunos puristas es el más grande actor del género, incluso superior a John Wayne. Fue también director, escritor y buscó, con cierto éxito, darle autenticidad y hondura a sus filmes.
A principios de los años 30, con la llegada del sonido al cine y el ocaso de algunos grandes astros, el género sufre un impasse, incluso a pesar de cintas como Cimarron —Cimarrón— (1931), que trata de la vida de los pioneros en Oklahoma, y que fue el primer western ganador del Oscar a la mejor película. Por esa época, imperó el western B y se creó el musical campirano, con protagonistas como Gene Autry o Roy Rogers. También llegaron los seriales, con William Boyd —quien interpretara a Hopalong Cassidy— a la cabeza de repartos e historias de triste memoria.
Pero es John Ford, uno de los cineastas más galardonados de la historia, quien vuelve a posicionar al western dándole una de sus estrellas definitivas: John Wayne en Stagecoach —La diligencia— (1939), que no
sólo es emocionante y entretenida, sino que también presenta un notable estudio de los personajes al narrar la travesía de un grupo de viajeros que debe enfrentar a las huestes de Jerónimo.
Tercer duelo: el apogeo
Para entonces, estaba comprobado que el western podía alcanzar las alturas de otros géneros, así que en los años 40 y 50 casi todos los grandes cineastas incursionarían en él, como Howard Hawks en Red River —Río rojo— (1948); aparecen también notables artesanos como Bud Boetticher. En este periodo las tramas se hacen más complejas y se ahonda en la psicología de los personajes, como en The Big Sky —Horizontes salvajes— (1952), sin que desaparezcan las historias de sacrificio, valor y heroísmo, como en Fort Apache —Sangre de héroes— (1948), She Wore a Yellow Ribbon —La legión
invencible— o They Died with Their Boots On —Murieron con las botas puestas— (1941).
Se cuenta que Orson Welles, para aprender a dirigir y a filmar, hizo que le proyectaran La diligencia cerca de 40 veces.
No hay fronteras: se incluyen temáticas sexuales en cintas como The Outlaw —El proscrito— (1943) o Duel in the Sun —Duelo al sol— (1946); se adoptan posiciones críticas, y ahora los indios pueden ser inocentes y víctimas del hombre blanco, como en Winchester 73 (1950) o Broken Arrow —La flecha rota— (1950); se pasa del optimismo al desencanto, los héroes alcanzan dimensiones trágicas y ven con tristeza que su mundo está desapareciendo, como en The Searchers —Más corazón que odio— (1956) o Shane —Shane el desconocido— (1953).
Los héroes del western se enfrentan violentamente a sus familiares —y a sus propios fantasmas—, y combaten solitarios a hordas de forajidos en alegorías políticas que aluden a la cacería de brujas del senador anticomunista McCarthy en cintas como High Noon —A la hora señalada— (1952). Las mujeres alcanzan los protagónicos y son más sujetos que objetos de pasión —Joan Crawford en Johnny Guitar (1954)— o luchan por sus objetivos sin mediar en razones éticas, como Marlene Dietrich en Rancho Notorius —El refugio— (1953), de Fritz Lang.
En los años 60, el western parecía superado. En mucho contribuyeron los programas televisivos de gran popularidad, como La ley del revólver o Caravana, que llevaron al público al cansancio, al agotamiento de temas y a la decadencia del género. Sin embargo, Hawks, que seguía activo, produce excelencias como Rio Bravo (1960) al tiempo en que Ford dirige obras clásicas como Two Rode Together —La misión de dos valientes— (1961).
Faltaba poco para un nuevo aire con la aparición de cineastas como Don Siegel, Arthur Penn, Richard Brooks, Sam Peckinpah o Sergio Leone, el gran innovador italiano, con su «spaghetti western» plasmado en cintas extraordinarias como Il buono, il brutto, il cattivo —El bueno, el malo y el feo— (1966), con Clint Eastwood, el rostro contemporáneo del género; Once Upon a Time in the West —Érase una vez en el Oeste— (1968), otra de las cintas definitivas de la década.
El desencanto que trajo la Guerra de Vietnam aportaría una visión crítica por medio de cintas como The Wild Bunch —La pandilla salvaje— (1969), en la que Sam Peckinpah lleva la violencia a nuevos extremos. Mientras que en The Ballad of Cable Hogue —La balada del desierto— (1970) la alegoría es clara, pues el protagonista muere atropellado por un automóvil. Arthur Penn, por su parte, con Little Big Man —Pequeño gran hombre— (1970) pone las cosas en su lugar, hasta con un poco de humor, respecto al papel de los blancos como depredadores. Finalmente, Robert Altman con McCabe & Mrs. Miller —Del mismo barro— (1971), y William A. Fraker con Monte Walsh (1979), pintan un Oeste muy alejado de las primeras visiones heroicas.
John Ford fue clave en la definición del western americano: ayudó a fijar sus rumbos y contenidos.
Epílogo: al atardecer
Los tiempos más recientes han traído de todo: a Clint Eastwood con filmes estimables, como The Pale Rider —El jinete pálido—; a Lawrence Kasdan con Silverado (1985), una muy válida visión de los hombres y valores del west; o a Kevin Costner y su oscareada —pero fofa— Dances with wolves —Danza con lobos— (1990). No le fue tan bien con Open Range (2003), ni a Kasdan con Wyatt Earp (1998).
Así, al mismo tiempo en que al género le llegaba un nuevo aire con cintas como Unforgiven —Los imperdonables— (1992), de Eastwood, se dan más proyectos fallidos como Even Cowgirls Get the Blues (1993), de Gus Van Sant, o Ride With the Devil —Cabalgando con el diablo—(1999), de Ang Lee, quien por otra parte filmó a un par de vaqueros enlazados en una historia de amor que hace explícito el trasfondo que, para muchos, puede esconder la camaradería viril del western clásico: Brokeback Mountain —Secreto en la montaña— (2005).
Las muestras más recientes del género van de extremo a extremo: desde buenos filmes como The Assassination of Jesse James by the Coward Robert Ford —El Asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford— (2007) de Andrew Dominik, y True Grit —Temple de acero— (2010) de los hermanos Coen, hasta caricaturas como Django Unchained —Django sin cadenas— (2012) de Tarantino, que empieza bien y termina tremendamente peor. Por ahora, quedémonos aquí. No cabe duda: el western nos puede deparar emociones insospechadas. A quienes no hayan visto alguna de las cintas anotadas —y muchas más—, les sugiero se aproximen al género con nuevos ojos, con curiosidad, sin prejuicios. Los descubrimientos y las sorpresas estarán a la orden.