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El sueño de la velocidad

Como todo, el automovilismo tuvo un principio y hoy te platicamos a fondo sobre él.

El rugido del motor al arrancar, la presión en los riñones cuando el acelerador se pisa a fondo, el uso preciso de los músculos al costado de la pierna izquierda para sacar el embrague mientras la gasolina empieza a inundar los inyectores, son experiencias sensoriales automovilísticas que sólo se equiparan a las vividas durante la carrera previa al despegue de un avión… 
Los pilotos somos, para la gente, más un sueño que una realidad.
Ayrton Senna da Silva

 
Esa sensación de peligro, las hormonas que se secretan al tomar una curva cerrada —cortisol, endorfina— son la quintaesencia de las carreras. Reproducir la emoción, en cada serial, en cada carrera, es una cruzada por revivir la intensidad primigenia marcada por la competencia y el peligro. Pero como todo, el automovilismo tuvo un principio. 
Estoy seguro de que la primera carrera sucedió cuando dos autos, los primeros quizá, se emparejaron, y sus pilotos, inflamados de adrenalina, se retaron uno al otro para ver cuál de los dos vehículos era el más potente, y qué conductor era el más hábil. De tal carrera, de ese momento inicial, no queda registro. Sin embargo, hay una historia oficial de las carreras de autos, y sobre eso, a continuación presento algunos datos. 

De izq. a der. y de arriba a abajo: George Bouton; Émile Levassor, a bordo de su Panhard; Paul Koechlin a bordo de un Peugeot; Marcel Renault durante el rally de París-Madrid, 1903.

El primer Ganador

Desde el principio, el potencial propagandístico de las carreras de autos fue aprovechado al máximo. En 1887, fue convocada la primera carrera para popularizar la nueva tecnología del «coche sin caballos», aunque el gusto de las masas por este deporte llegaría después. 
A la primera carrera, que corrió del puente de Neuilly al Bosque de Bolonia, en París, sólo se inscribió un piloto, de nombre George Bouton, así que difícilmente podríamos decir que hubo competencia. Años más tarde, siete para ser exactos, el diario parisino Le Petit Journal organizó otra carrera, esta vez de París a Ruán: casi 70 autos participaron en las pruebas eliminatorias, y 25 corrieron en la carrera principal. El ganador fue el conde Jules Félix Philippe Albert de Dion, miembro de una de las familias aristócratas más importantes de Francia. Sin embargo, junto con la emoción, llegó también la polémica: De Dion fue despojado de su triunfo, alegando que un alimentador de carbón —parte del sistema de operación del motor a vapor del auto— no estaba permitido, y fue descalificado. 
La siguiente contienda automovilística relevante también estuvo rodeada de polémica: Émile Levassor, a bordo de un Panhard, ganaría un año después una carrera de París a Burdeos, y de vuelta a París, pero su triunfo no sería reconocido: conducía un biplaza cuando los autos que debían competir en la carrera eran de cuatro asientos. El ganador oficial fue Paul Koechlin a bordo de un Peugeot. Por cierto, sólo nueve de los 22 autos que arrancaron llegaron a la meta. 

El rally

El automóvil, esa nueva y emocionante —pero caprichosa y poco confiable— forma de transporte, nunca se hubiera convertido en lo que es hoy sin los rallies. El público necesitaba darse cuenta de que era posible trasladarse grandes distancias de modo seguro y eficiente, así que se organizaron competencias de ciudad a ciudad, en las que la velocidad y la durabilidad de los autos eran puestas a prueba. Durante los primeros años del siglo XX, la pauta del automovilismo del mundo era marcada por Francia: todos los caminos confluían en París, y las carreras empezaban o terminaban allí. 
La primera gran carrera —épica, se podría decir— fue convocada por el diario francés Le Matin en 1907; se inició en la capital china, Beijing, y terminó a 15 mil kilómetros de distancia, en París. Los autos tenían como tripulación a un piloto y un periodista, que enviaba reportajes y notas en cada una de las etapas del viaje.
La ruta que siguieron los pilotos era paralela a la del telégrafo, así que la cobertura del suceso fue puntual, sobre todo tomando en cuenta las condiciones de la época. En distintos momentos de la carrera, los autos llegaron a lugares que jamás habían visto vehículos como ésos, y en los que lógicamente no existían caminos. De los 40 equipos inscritos, sólo cinco llegaron a la «Ciudad Luz»; el ganador fue el equipo italiano formado por Ettore Guizzardi y el príncipe Scipione Borghese. 
Pero eso fue sólo el principio: la carrera más larga de la historia, inspirada por la de Beijing a París, tendría lugar al año siguiente, esta vez casi dándole la vuelta al mundo. Al arrancar en Nueva York y cerrar en París, el trayecto no podía ser más demandante: los pilotos cruzarían la Unión Americana, para luego embarcarse desde San Francisco hacia Alaska, cruzar por barco el estrecho de Bering, y continuar la justa en Asia, primero en Japón y luego en Rusia —llegaron a Siberia en barco—, hasta concluir, finalmente, en Europa central. Tras más de 35 mil kilómetros recorridos y 169 días, el equipo estadounidense se coronó ganador: el piloto era George Schuster a bordo de un Model 35 del año 1907, con 4 cilindros y 60 caballos de fuerza, construido por la empresa E. R. Thomas y apodado «Thomas Flyer».
Hoy en día, las carreras de rally son de gran importancia en Europa, con legendarias ediciones como la París- Dakar. Sin esta modalidad pionera del automovilismo, jamás se hubiera considerado al automóvil como una forma segura, económica y confiable de transporte. 

Los años 30 Y después del Holocausto

Durante este periodo surgieron vehículos especialmente diseñados para competencia. Armadoras del prestigio de Mercedes-Benz, Alfa Romeo y Peugeot, diseñaron autos con motores potentes que debían cumplir reglas exigentes como límites de peso, lo que dio origen a la experimentación con materiales ligeros y resistentes como el aluminio, un material de uso común hoy en día, tanto en autos de serial como en comerciales. Pero la ii Guerra Mundial cambió el automovilismo —igual que la vida misma del planeta—, y puso la producción de autos, en general —y de autos de carreras, en particular—, en una pausa, ya que la industria tenía que alimentar los campos de batalla con tanques, aviones y municiones. Había nuevas prioridades. 
Al terminar la conflagración, el interés por las carreras renació. El avance tecnológico logrado durante esos años tuvo un efecto importante en los materiales con los que se manufacturaban los autos, así como en la potencia de los motores. Surgieron organismos como la fia, que sanciona la Fórmula 1, y la serie Nascar, que genera más de tres mil millones de dólares en ingresos tan sólo por la comercialización de mercancía promocional. 

Las carreras de autos se volvieron celebraciones masivas, con ganancias exorbitantes, seguidas a lo largo y ancho del mundo por millones de televidentes. Ya no se trataba de competencias pequeñas, con unos cuantos participantes, en pistas de terracería o circuitos callejeros improvisados: el automovilismo se convirtió en una industria que nutre de tecnología a las armadoras de autos y que genera ganancias multimillonarias en todo el mundo, con nombres como Juan Manuel Fangio, Alain Prost, Ayrton Senna y Michael Schumacher, sus muros, techos y moradores. 
Esto es el automovilismo: un deporte de temple y fortaleza, que vuelve el sueño de la velocidad, una realidad, aunque sea para unos cuantos. 

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