La niebla, elemento imprescindible de Londres por tradición, le otorga a esta ciudad un halo de misterio profundamente romántico. En la estética de numerosas novelas, películas y series de televisión, la neblina es mucho más que una parte indisoluble del paisaje londinense: es un personaje más. Sin embargo, como veremos a continuación, esta «apacible» nube de smog no siempre es tan romántica ni tan inofensiva como uno podría creer.
En busca de un nombre
Pese a tener una fuente de humedad cercana: el río Támesis, éste no es capaz, por sí solo, de generar la espesa neblina que cubre a Londres. Desde el siglo XIV se tienen las primeras noticias de la niebla londinense, cuyo principal componente era el humo producido por la quema del carbón que los habitantes utilizaban para calentarse durante los helados inviernos.
En el siglo XVIII, la Revolución Industrial contribuyó a multiplicar los volúmenes de humo. Ya no se trataba sólo de hogueras domésticas, sino de trenes y fábricas que lo expelían en grandes cantidades.
La palabra smog proviene de la fusión de smoke —humo— y fog —niebla—.
En 1905, el doctor Henry Antoine Des Voeux leyó un documento durante una Conferencia de Salud Pública, en el cual dijo que «no se necesitaba ser científico para darse cuenta de que había algo que se producía en las grandes ciudades y que no se encontraba en el campo; esto era la niebla con humo o smog.»1 Con esta sencillez, de la fusión de las palabras smoke —humo— y fog —niebla—, nacía ese término tan aceptado y tan común hoy en día.
Londres, invierno de 1952
Una conjunción de circunstancias desalentadoras provocó la tragedia ocurrida en Londres del 5 al 9 de diciembre de 1952. Era un invierno muy frío y sin viento; por consiguiente, para mantener sus estufas y calefactores a toda potencia, las familias quemaban en exceso carbón de mala calidad —el más fino estaba destinado a la exportación—. El humo de las fábricas y los escapes de los automóviles tampoco contribuían a aclarar el ambiente.
La visibilidad en las calles londinenses era casi nula y mucha gente acudió a los hospitales por problemas respiratorios. El aire era irrespirable, picaba en la garganta y arrancaba el oxígeno del cuerpo, por lo que se suspendieron las clases en las escuelas, las funciones en los teatros, se cerró el aeropuerto y los transportes públicos dejaron de funcionar. Ladrones y vándalos hicieron de las suyas escudados por la densa niebla.
La muerte se paseaba campante por entre la niebla asesina: las funerarias empezaron a saturarse y las florerías agotaron sus ventas de coronas fúnebres.
Población y autoridades creyeron en un principio que se trataba de una epidemia de gripe, pero las investigaciones posteriores les permitieron descubrir lo que en realidad estaba pasando: el carbón contiene azufre, que al quemarse produce dióxido de azufre, el cual, al combinarse con vapor de agua, forma ácido sulfúrico, sustancia extremadamente tóxica que, en condiciones normales, circula hacia las capas altas de la atmósfera. Sin embargo, el frío excesivo de aquel invierno produjo una inversión térmica, y la capa de contaminantes quedó muy cerca del suelo, envolviendo de lleno a la gente.
El aire era irrespirable, picaba en la garganta y arrancaba el oxígeno del cuerpo.
En circunstancias normales, las capas de la atmósfera más cercanas a la superficie terrestre son más frías que las lejanas; generalmente, el aire caliente de la superficie asciende y el aire de la parte superior de la atmósfera cae, con lo cual se dispersan los contaminantes.
Sin embargo, en mañanas frías, la capa más cercana al suelo se enfría y se hace más densa. A este proceso natural se le llama inversión térmica, pero se vuelve peligroso cuando el aire está contaminado, ya que las capas más altas impiden el movimiento del aire contaminante, lo que provoca que éste se estanque. Esto, a su vez, ocasiona un aumento progresivo de la concentración de los contaminantes a niveles que pueden ser nocivos para los seres vivos.
Recuento de los daños
La exposición directa al ácido sulfúrico y otro cúmulo de contaminantes produjo infecciones en las vías respiratorias o pulmonares, como bronconeumonía y bronquitis; e hipoxia, es decir, bajo nivel de oxígeno en la sangre. Los más afectados fueron los niños, los ancianos y las personas con padecimientos respiratorios crónicos.
Nunca se sabrá el número exacto de víctimas del «Great Smoke» del 52 —como se le llamó a este fenómeno—, pero se calcula que en los cinco días que duró, hasta que pudo revertirse la inversión térmica, murieron 4 mil personas, y en el transcurso de las dos semanas siguientes, 8 mil más, llegando a la escandalosa cifra de 12 mil muertos.
Junto con el smog, el caos se respiró durante esa semana en Londres. Hubo un gran desorden asistencial, pues los hospitales no se daban abasto para atender a tantos enfermos, y las comisarías atendían sin cesar reportes de vandalismo, robos, incendios y otros desmanes. Se auguró una crisis económica y una renovación cultural enfocada a disminuir la polución.
Al paso de los años
En 1956, el gobierno del Reino Unido emitió el Acta de Aire Limpio —Clean Air Act—, la primera ley europea dedicada exclusivamente a disminuir la contaminación del aire en una ciudad, a partir de la sustitución del carbón por combustibles ecológicos.
Aunque el Acta de Aire Limpio logró disminuir sustancialmente los niveles de contaminantes en Londres, el de 1952 no fue el único acontecimiento de smog asesino.
En 1962, apenas diez años después, el fenómeno volvió a ocurrir, con menor intensidad, es cierto, pero no sin acabar con la vida de unas 700 personas.
En la actualidad, se puede decir que Londres tiene bajo control las emisiones de contaminantes generadas por carbón, pero la polución cambia de color y consistencia, así que las autoridades siguen tratando de reducir la contaminación que, debido a los coches, se ha transformado de industrial en fotoquímica, la misma que ya ha dañado bastante a otras grandes ciudades como la de México, Santiago de Chile, y Los Ángeles, por mencionar algunos ejemplos.