Sabroso asunto hablar de la música en el cine o, mejor dicho, de la música escrita especialmente para el cine. Más ahora, cuando casi cualquiera se hace llamar compositor y casi cualquier cosa –es un decir– llega a aderezar una escena. En estos tiempos, en los que todo se haya vuelto asunto de compa y venta, las bandas sonoras son un jugoso filón que hay que explotar al máximo y las disqueras –muchas, filiales de los consorcios cinematográficos– entran gustosas al juego.
Así, se anuncia desde los avances con éxitos de…” y, sigue la retahila de grupitos, cantantitos y cantantotes con punch mercadotécnico, pero que se esmeran en destrozar la escena con baladitas que nada tienen que ver con la acción o que bien podrían intercambiarse unas por otras. Entonces, el soundtrack torpedea al filme, jugando un papel opuesto al que debería: realzar dramáticamente las escenas. Incluso se ha inventado una división entre score o banda sonora y soundtrack –en estricto sentido son lo mismo–, para distinguir entre la música compuesta ex profeso para el filme y el ruido de fondo aportado por los “éxitos” de los grupos del momeno. Pero vayamos por orden de aparición… o de desastre.
Luz y sonido
La música y el cine siempre han ido de la mano, aun antes de que éste aprendiera a hablar. Los estudios más importantes contaban con músicos en el set que creaban ambientes para que sus estrellas dieran lo mejor cuando filmaban. Los grandes filmes contaban con partituras que se ejecutaban en vivo en los estrenos. Se dice que compositores de la talla de Camille Saint-Saëns hicieron partituras ad hoc para algunos filmes de arte como El asesinato del Duque de Guisa (1908), el primer filme para el que se escribió una partitura. Pero la gente sabía que lo sabrosamente cinematográfico estaba más allá de los asuntos rimbombantes y literarios.
Cuando llega el sonido el beneficio es múltiple, no sólo por los diálogos sino también por el uso de la música como elemento dramático y los efectos sonoros. Desde 1895, hubo diversos intentos de incorporar el sonido al filme, los cuales resultaron fallidos principalmente por la dificultad de sincronizar las velocidades de filmación y de grabación.
Es hasta 1926 que el sonido debuta oficialmente, cuando el mítico y caprichoso John Barrymore estelariza Don Juan, de Alan Crosland, con secuencias completas musicalizadas con la ópera mozartiana. Este filme es considerado el primero en aportar un soundtrack a la historia del cine.
Pocos meses después, el mismo Crosland dirigirá la primera cinta sonora «oficial»: El cantante de jazz, la historia de aquél que quería triunfar en Broadway y no entonar himnos en una sinagoga. Al Jolson, con la cara totalmente embetunada, dejó mudo al respetable, cantando, bailando y agregando la ya clásica línea «Aún no han escuchado nada…».
El sonido había llegado para quedarse. Las dificultades técnicas que,
en aquellos años rudimentarios, implicaba la edición y sincronización de voz, música y efectos sonoros, además de los enormes costos de adaptación al sonido de estudios y de salas cinematográficas, hizo que muchos estudios, como la Metro-Goldwyn-Mayer, decidieran esperar un poco antes de lanzarse al ruedo, pero el público ya había impuesto su gusto y no habría marcha atrás.
Otro problema al que se enfrentó el sonido fue el explicar “lógicamente” de dónde provenía, pero esta preocupación duró poco, que la gente asumió rápidamente la convención y entendió que la música formaba parte del
Otro problema al que se enfrentó el sonido fue el explicar «lógicamente» de dónde provenía, pero esta preocupación duró poco, ya que la gente asumió rápidamente la convención y entendió que la música formaba parte del
ambiente dramático.
Así, el «cha-cha-chaaaán» que sube los acordes en el momento álgido ha quedado incorporado para siempre, sin tener que explicar su procedencia.
Del otro lado del charco
Mientras algunos se preocupaban por la fuente de la música, en Europa ya se caminaba por otros derroteros. El ángel azul (1930), la notable cinta alemana de Joseph von Sternberg, utiliza las canciones de Frederick Hollander para acentuar la voluptuosidad y carácter de Lola Lola —encarnada por la debutante Marlene Dietrich—, la mujer que no puede evitar devorar a quien se le ponga enfrente. Se dice que en la partitura
trabajó un extraordinario compositor que posteriormente hizo carrera en Estados Unidos: Franz Waxman.
En Francia, René Clair utilizaría un buen puñado de canciones populares para narrar un inocente romance en Bajo los techos de París (1930).
En México, el cine sonoro comenzó cantando: Santa (1932), la más antigua cinta con sonido que se conserva, tiene un bolero compuesto por Agustín Lara, en el que da voz a las desventuras de Hipólito, el músico ciego irremediablemente enamorado de ese dechado de bondad caído en el fango. No tardarían en llegar Manuel Esperón y Ernesto Cortázar.
Los años 30 son de avances técnicos y de la llegada a EE. UU. de un músico excepcional: Max Steiner —vienés, nacido en tiempos del imperio austrohúngaro, alumno de Brahms y de Mahler—, quien compuso una partitura para King Kong en 1933, lo que constituye una muestra del trabajo desarrollado en esos años. Steiner fue pionero en la integración de la
música con la acción en escenas particulares y en la creación de motivos o temas para personajes o situaciones.
Otros scores de su pluma fueron el tema de Un lugar de verano (1959) —¿recuerda la versión sacarinosa de Percy Faith?—, así como la música para El tesoro de la Sierra Madre (1948) y para Más corazón que odio (1956).
Steiner creó un modelo de trabajo seguido por otros talentosísimos europeos, como el ya mencionado Franz Waxman, quien llegó a Hollywood a principios de los años 30 y cuyo soundtrack para La novia de Frankenstein (1935) lo puso en el derrotero. Waxman perfeccionó la relación dramática entre el contenido del filme y la música, y, de paso, impuso en pantalla el crédito del compositor, a veces ignorado u oculto tras el título de «arreglista».
Waxman crearía scores para cintas inolvidables como Rebeca (1940) —la primera de Hitchcock en Hollywood— y The Philadelphia Story (1940), de George Cukor, con Audrey Hepburn, Cary Grant y James Stewart echando chispas.
Además, también es recordado por la música para La ventana indiscreta (1954) y por el inolvidable score escrito para El ocaso de una estrella (1950), de Billy Wilder, la más perfecta y cruel disección de lo que Hollywood hace a sus productos cuando han dejado de servirle.
Vértigo, psicosis y miedo
Bernard Herrmann, otro de los genios musicales del cine, llegaría de la mano de Orson Welles. Su primer trabajo fílmico sería ni más ni menos que El ciudadano Kane (1941), en la que con su música contribuye a darle hondura psicológica al protagonista y a plantear la crítica feroz de Welles al american way of life.
Herrmann compondría también los scores para cintas como Vértigo (1958), Psicosis (1960), Marnie (1964) y otras joyas de Hitchcock, con quien se le liga frecuentemente. Legendarias son las discusiones entre los dos genios: alguna vez Herrmann recordó que Hitchcock le había pedido jazz en lugar de la emblemática música de cuerdas para la escena de Psicosis en la que la pobre Janet Leigh es hecha puré en la ducha. Por fin su colaboración con Hitchcock terminó cuando éste le rechazó lo que había compuesto para La cortina rasgada (1966). Su último score fue para Taxi Driver (1976), y murió paradójicamente pocas horas después de finalizarlo, apenas a los 64 años.
Productor vs. compositor
La relación entre directores y compositores es tormentosa, pero algo peor es la que hay entre productores y compositores.
Para los señores del dinero, los músicos eran casi como esclavos cuyo trabajo debía obedecer a las necesidades del estudio —el despotismo de los Warner o de Louis B. Mayer era proverbial—, mientras que para los directores la música debía ajustarse a lo que habían imaginado para su filme y sus personajes. Este conflicto dio pie a que músicos como Miklós
Rózsa —húngaro, autor de la música de Ben-Hur (1959)— no se parara en los estudios a menos que fuera absolutamente necesario, y a que Herrmann afirmara que la mayoría de los directores no tenían la más remota idea sobre música.
Hacia el final de los años 30, se impondrían otros europeos. El primero es Sergei Prokofiev, ruso inconmensurable que creó partituras inmortales para los filmes de Eisenstein, Alejandro Nevsky (1938) e Iván el Terrible (1958), con la música ayudando a construir la épica —o el infierno— y
creando una inolvidable e irrepetible simbiosis con la imagen.
Otros europeos son Dimitri Tiomkin y el ya mencionado Miklós Rózsa, quienes trabajarían en Hollywood en casi todos los géneros, siendo los scores de los filmes policiacos de éste último muy notables. Pero, ¿qué les parece si seguimos hablando de ellos, y de muchos más, en la próxima entrega?