Es decir, no puede uno ofrecer una disculpa a quien uno mismo ha ofendido, pues eso es equivalente a matar a la vaca y además disculparla por no estar todo lo suave que cualquier buen paladar exige.
«Sí, “perdón, perdón”, pero el dolor, ¿quién me lo quita?»
—Decir de la tía Ta
Ofrecerle una disculpa a quien es nuestro ofendido tiene quizá que ver con una irresponsable tendencia de ofrecer lo que no se tiene o no se puede dar. No importa que se cometa con premeditación o por ignorancia, esta imprecisión del lenguaje denota una actitud irreverente.
Es, en una palabra, un ultraje, pues confunde los papeles entre quien comete una ofensa y el ofendido. Ésta es una relación unidireccional, que distingue claramente a quien es culpable de haber cometido un abuso de aquel que recibió el maltrato, quien es el único que posee el don de otorgar el perdón. Extraña costumbre la del ser humano de abusar y luego disculpar al ofendido, ¿no creen?
Existe una frase que se repite una y otra vez en medios de comunicación y discusiones menos ventiladas que reza: «Le ofrezco una disculpa».
Y es una pena, porque en el fondo existe buena voluntad por parte de quien profiere tales cortesías; pero, bien visto, se está insultando por doble partida, pues la disculpa es algo que debe solicitar humildemente aquel que hirió o abusó y que sólo puede conceder el ofendido, por lo que si el que ofende ofrece una disculpa, estrictamente deberá entenderse que no sólo no se siente mal por lo que hubiera hecho, sino que además le concede al ofendido el privilegio de disculparle de las ofensas que hubiere infringido, aunque ni aquél ni éste sepan aún en qué consisten exactamente.