Desde el parto hasta la muerte, las alcobas son el escenario en el que pasamos casi la mitad de nuestra vida. ¿Por qué se convirtieron en el espacio idóneo para el reposo, el amor, la enfermedad, el insomnio, y un sinfín de etcéteras que transitan del placer a la agonía? He aquí una aproximación a su historia y por qué en ellas surgió la intimidad.
A más de 20 años de que Luis XVI ordenara construir el palacio más fastuoso de Europa, al fin ha decidido establecer aquí su residencia y, con ella, la capital de Francia.
Escribir una historia de los espacios sería, al mismo tiempo, una historia de los poderes.
Michel Foucault
Además de sus enormes dimensiones y de contar con el diseño más exquisito que se ha visto jamás, Versalles, a diferencia de otros palacios en el mundo, tiene algo inusual: todo parte desde la habitación del rey.
Marc Whitney, Cama con cobija amarilla y pantuflas, 2012.
Luis XVI pidió que su dormitorio fuera el «centro» de su reinado —literalmente— para vigilar de cerca a su corte —casi 20 mil personas—, a la que de inmediato controló por medio de un complejo protocolo de moda y comportamiento.
Hasta entonces, todos los palacios y fortalezas tenían como punto central una capilla o un templo religioso. Que Versalles haya tenido como «eje» la recámara del rey, no sólo marcaba un cambio en los cánones arquitectónicos, sino que ubicaba al dormitorio como punto nodal de la vida.
Del individuo cívico al ser interior
Aunque las primeras evidencias de la «vida íntima» se remontan a la Edad Antigua, ésta era vista con cierto desprecio. Los helénicos llamaban «idiota» —del griego ἰδιώτης, idiótes— al «hombre privado que no se interesaba por los asuntos públicos». En la antigua Grecia, no había separación entre lo público y lo privado, por ello, los aspectos familiares y personales quedaban relegados por el Estado y sus leyes.
En el mundo romano, el desarrollo de la vida privada adquirió más relevancia —de ahí el origen del Derecho romano, que indicaba cómo debían relacionarse los ciudadanos—, pero con énfasis en la protección de la propiedad privada —en la que se incluían por igual parcelas, animales y casas, hasta esclavos y gladiadores—, para asegurar el cumplimiento de la ley y el orden público.
Entre el fin del Imperio romano y el año 1000, el cristianismo transformó las leyes y la ideología del mundo occidental en función de la fe. Para entonces, la intimidad estaba vinculada con la sustancia del alma: «Cuando ores, entra en tu aposento y, cerrada la puerta, ora a tu padre que está en secreto», como dicta san Mateo (6:6) en su Evangelio.
Vittore Carpaccio, Nacimiento de la Virgen, 1504-1508.
La relación íntima entre el ser humano y el Ser Supremo determinó el pensamiento de la Edad Media: la filosofía escolástica determinó que los mayores bienes están dentro de cada persona —el alma, la conciencia— y que éstos son eternos y únicos, pero susceptibles de condenarse a una «eternidad de tormentos» —el Infierno— si se sucumbía al pecado. Para san Agustín, la vida íntima de las personas iba a la par de su desarrollo espiritual.
Con el auge del sistema feudal, los individuos vivían en una sociedad en la que los espacios íntimos eran casi inexistentes; por ejemplo, en los castillos no había dormitorios: el señor feudal y su familia dormían en una misma habitación llamada solana, situada junto al salón principal donde, luego de la cena, los criados retiraban las mesas y extendían colchones rellenos de paja para dormir. El resto de los sirvientes dormía en su mismo lugar de trabajo.Antes de la Ilustración, el concepto de intimidad era desconocido para la mayoría; por ejemplo, los monarcas debían ser acompañados por alguien de su corte para dormir, tener sexo e, incluso, para sus necesidades fisiológicas
La cámara real
En la Antigüedad, la «cámara» —del latín cam ̆ara, y éste del griego καμάρα, kamára, ‘bóveda’— era un área de reposo para los «camaradas» —grupo de soldados que comen y duermen juntos—, es decir, un cuartel militar. Herodoto describió la camera como un «carruaje cubierto que llevaba una especie de tienda de campaña o habitación cerrada en que los babilonios ricos se desplazaban». Con un sentido análogo, se llamaba camera a las «cabinas redondeadas y en forma de cuna, que se alzaban en la parte posterior de ciertas naves antiguas para transportar a personas distinguidas».
En el mundo latino, la cámara sirvió para definir a los techos abovedados. En cambio, para designar al lugar apropiado para el retiro, el reposo o el amor, los latinos usaban la palabra cubiculum.
En la Encyclopédie de Diderot y D’Alembert se lee: «Son muy pocos los términos que tengan tantas acepciones como la palabra habitación». Por ello, Diderot le pidió al arquitecto Jean-François Blondel que explicara sus variantes —la del trono, la cámara «adoselada», el salón del consejo, el comunal, etcétera—. De estas acepciones surgió el concepto de «dormitorio», que Blondel definió como «pieza de la casa destinada al sueño; después se la denomina según la dignidad de las personas que la habitan y la decoración con que se las haya dotado».
Por su parte, Diderot se dedicó a rastrear ese término en la historia y descubrió —entre otras cosas— que el concepto de cámara en la política, el comercio y, sobre todo, en la impartición de justicia, provenía de la costumbre monárquica de dictar leyes desde la «cámara real». Lo único que se sabe de la habitación de Luis XIV es que estaba tapizada con terciopelo carmesí recamado en oro; éste fue extraído en 1785 y pesaba 60 kilogramos
De lo privado a lo público
Quien visite hoy Versalles, comprobará que la «habitación del rey» en realidad es una reconstrucción con base en las crónicas y en las descripciones de su época. Con cada muerte o ascensión al trono de un nuevo monarca, los muebles y el decorado original fueron reemplazados sin la menor nostalgia. El concepto de «antigüedad» no existía como ahora lo concebimos.
La cámara real —como los demás escenarios en los que se mostraba Luis XIV— era un teatro que se asemejaba a un templo, rodeado de balaustres que le daban un aire sagrado e insondable. A este sitio sólo tenían acceso los ayudantes de cámara, los embajadores extranjeros y aquellos a quienes el rey había concedido audiencia. Por ello, los «rituales» más relevantes de la vida en Versalles estaban vinculados con esperar a que el rey se levantara y, al final del día, preparar su habitación para dormir.
Aunque Luis XIV convirtió su habitación en un escenario público que simbolizaba el poder de Francia, eso no limitó su intimidad: en el fondo de sus aposentos había gabinetes que lo llevaban a otras habitaciones, en donde se encontraba con sus mujeres o podía apreciar sus colecciones de arte. Contra lo que dice la leyenda, Luis XIV aprovechaba esa intimidad para tomar «baños de cámara» o recluirse en otros palacios. Al final de su vida, esa misma privacidad le sirvió para ocultar su agonía: sólo sus médicos y ayudantes de cámara fueron testigos de su muerte.
Una habitación propia
Virginia Woolf aseguraba que para que una mujer pudiera alcanzar su independencia debía contar, en principio, con «una habitación propia». Este concepto de individualidad, hasta la fecha, aún es desconocido para la cultura japonesa y, en cierta medida, es muy reciente en la historia occidental.
Antes de que existiera el concepto de alcoba, se usaban las «salas para dormir»: un espacio único que compartía una familia —o los empleados de alguna hacienda—. Las personas dormían —en promedio— más de 40 años sobre una misma colchoneta, sin airearla o voltearla siquiera; se acostaban vestidos —la ropa de cama no era usual— y, por lo regular, dos personas compartían un mismo camastro. Los más pobres no usaban sábanas y, si las llegaban a tener, sólo las cambiaban un par de veces en toda una vida. Si acaso, quedaban separados por cortinas. Por su parte, los trabajadores del campo dormían sobre paja o incluso junto a sus animales de granja —sobre todo en las temporadas de frío.
La vejez, la enfermedad o la agonía empeoraban el hacinamiento. Los archivos judiciales del siglo xix demuestran que adulterios, parricidios, infanticidios e incendios criminales eran muy comunes y que —además de disipar el mito de la «solidaridad familiar»— en su mayoría fueron resultado de la falta de intimidad.
Jan Steen, Pareja en la recámara, s/f.
Higiene y espacio matrimonial
Conforme los ideales de la Revolución Francesa comenzaron a permear en la sociedad europea y los derechos civiles tuvieron más presencia en los discursos y las leyes —aunque sólo fuera para ganar adeptos o votos—, de igual modo cobró importancia la individualidad de las personas y su necesidad de intimidad. Sin embargo, que la recámara se empezara a reservar sólo para dormir, para el reposo o la enfermedad, fue determinado por motivos higiénicos.
A mediados del siglo XVIII se descubrió que las enfermedades podían convertirse en epidemias cuando los enfermos dormían junto a otras personas aún sanas. Una vez que en los hospitales se crearon dormitorios para aislar a los enfermos más graves —algo que no fue común sino hasta mediados del siglo XIX—, disminuyó de forma notable el índice de contagio.
Nocturna, sensual y sexual, la alcoba conyugal fue el primer espacio protegido y sacro, eludido y vigilado —sobre todo por la Iglesia debido a su simbolismo creador— y que marcó las bases del linaje feudal y la cristiandad: «Creced y multiplicaos», como reza el mandamiento divino; por ello, también se convirtió en un lugar obligatorio que recordaba cada noche las palabras del sagrado matrimonio: «Hasta que la muerte los separe».
Las prácticas de las parejas —sus deseos y saciedades, ardores y hartazgos— requerían de una intimidad aún más secreta y, para ello, fueron indispensables puertas y cerrojos. La llave se convirtió en el talismán del templo de la intimidad; las cortinas, en sus velos.
Para Balzac —quien escribió todo un tratado sobre las alcobas y los matrimonios de su época—, sólo había tres formas de organizar un lecho conyugal: en dos camas gemelas, en dos alcobas separadas o en una misma cama. Aunque Balzac defendía la cama única —«sede de toda suerte de conversaciones y de caricias»—, estaba convencido de que era el sistema que mayores inconvenientes producía en la pareja. ¿Será por ello que Kafka afirmara casi un siglo después: «No puedo dormir mas que solo y en una habitación propia»?
La habitación infantil
Aunque hay evidencias de cunas desde antes de la Edad Media, a ésta no se le reservó una habitación sino hasta entrado el siglo XX.
En el siglo XVII la Iglesia prohibía a los niños «orinar delante de otros, no acostarse nunca con una hermana, y ni tan siquiera con su padre o madre, a no ser en caso de grandísima necesidad. Se pedirá a los padres que acuesten al niño a los pies de su cama, de tal suerte que el niño no pueda presenciar ni sospechar, jamás, aquello que sólo está permitido a las personas casadas».
La primera habitación exclusiva para niños también tuvo su origen en Versalles: Luis XIV quería tener cerca a los Infantes de Francia —tanto legítimos como bastardos—, porque estaban «unidos por su sangre». Estos niños permanecían en sus cunas hasta los 3 años; luego eran trasladados a una habitación con tres camas: una era para la nodriza y otra para la «gobernanta». Al cumplir 7 años, los infantes empezaban a dormir en habitaciones colectivas «para hombres».
La habitación para niños no se retomó sino hasta principios del siglo XIX en Alemania, cuando se consideró necesario que las horas de juego de los niños no perturbaran la tranquilidad o el trabajo de sus mayores.
La recámara es nuestro refugio cotidiano: el sitio donde se produce esa sensación de distanciamiento que no sólo mantiene fuera a los intrusos, sino al mundo y sus conjuntos. El sitio en el que se afronta —o se busca con fervor— esa soledad que nos devuelve el sueño cada noche.
Las habitaciones son los nuevos «gabinetes de prodigios» que perviven en objetos personales que no son de uso cotidiano, pero que están ahí por el valor emotivo que les damos: álbumes fotográficos, cuadros, recuerdos de viaje, regalos, figuras decorativas…
Refugio del cuerpo, de la mente y la memoria, la habitación es una metáfora de nuestra vida que se resume al lugar donde nacemos y en el que moriremos algún día.
1 La mayoría de las referencias históricas de este artículo están sustentadas en la investigación de Michelle Perrot, disponible en el libro: Historia de las alcobas, México: fce, 2011.
2 v. Algarabía 67, abril 2010, IDeas: «La opulencia, invento francés»; pp. 110-117.
3 v. Algarabía 89, febrero 2012, IDeas: «Castillos: emblema del poder medieval»; pp. 82-101.
4 Dictionnaire des antiquités grecques et romaines, 1887, tomo 1.
5 En francés chambre, que puede traducirse como «habitación» o «cámara».
6 v. Algarabía 82, julio 2012, Causas y azares: «El origen de la Enciclopedia II»; pp. 69-75.
6 L’Éscole paroissiale, París, siglo XVII.
7 Mujer que tiene a su cargo el servicio de limpieza de habitaciones, conservación del mobiliario, alfombras y demás enseres.