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El ladino

Oímos ladino y, por asociación, imaginamos haber escuchado la palabra latino.

En efecto, el ladino
 o judeoespañol —que aún se habla entre los judíos sefarditas1 Descendientes de los judíos que vivieron en España hasta su expulsión en 1492, y que absorbieron su cultura e idioma. Sefarad en hebreo es España.–nos remite al latín, del cual deriva y que aún se habla en el antiguo Imperio turco, en el Nuevo Mundo y en Israel; el mismo ladino que acompañó a los judíos de España en su destierro, y que heredaron a su progenie a través de cantos, proverbios, romanzas, cuento y poesía.
Miguel de Unamuno, escritor y filósofo español, cuando muchos hablaban de la involución2 Detención o retroceso en la evolución, en este caso, de un idioma.del ladino como lengua franca, hacía referencia a su encanto y memoria:
 

Y para nosotros, ¡qué ecos de pasados días, qué antigua frescura, qué remembranzas de mocedad no nos trae esa habla española, de tan dulcísimas cadencias, de los judíos españoles de oriente!
[…]
Recluida allá en oriente, sin uso oficial ni literario, quedose en lengua de hogar, en lengua en que se canta a los niños para dormirlos en la paz de
su inocencia, en lengua en que cambian dulzuras los amantes y sazonados afectos los esposos, en lengua en que se cuentan los padres las leyendas de los abuelos, en lengua que se reza en el retiro, en el recogimiento del hogar, al Dios consolador y corroborador de las fecundas esperanzas. El hablarla es un consuelo.

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Hay que matizar lo mencionado: la palabra ladino es sólo aplicable a las traducciones de los textos de la biblia, de la Mishná, el talmud y del tefilot1 Plural de Tefilá, ‘plegaria, comunión’; en tanto, el dyudesmo
o judeoespañol hace referencia al lenguaje hablado y escrito: el de la cotidianeidad manejada por los judíos exiliados de España en 1492.
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El ladino llegó a ser sinónimo de español, claro está que a la manera de los sefarditas, quienes lo fueron enriqueciendo con préstamos lingüísticos, a saber:
Hebraísmos: algunas palabras pintorescas del ladino provienen del hebreo, del arameo y del árabe, y denotan el apego del judío a sus raíces. Del hebreo están por ejemplo: taam, ‘sabor’; rajmán, ‘piadoso’; desmazalado, «sin mazal, sin suerte»; sejeludo, ‘inteligente’; januposo, ‘adulador’. Del arameo encontramos: bar miná, «Dios nos guarde». Del árabe predestierro hallamos: aljad, ‘domingo’; alforría, ‘libertad’; amán, ‘por favor’; bacal, ‘tienda de abarrotes’.
Latín y griego: doladizo, ‘ídolo’; escola, de schola, ‘escuela’; esnoga, ‘sinagoga’; meldar, ‘leer’; maná, ‘abuela’; papu, ‘abuelo’.
Eslavo: barbanche, ‘tambor de pregón’; bik, ‘toro’; pitzulitza, ‘pastel’.
Turco: ajchí, ‘restorán’; uda, ‘cuarto’; maramón, ‘servilleta’; duña, ‘belleza’.
Portugués: acavidar, ‘advertir’; aínda, ‘todavía’; anujar, ‘fastidiar’; londzei, ‘lejano’.
Italiano: achitar, ‘acostar’; adeso, ‘ahora’; capu, ‘capo, jefe’; fáchile, ‘fácil’.
Francés: dezirar, ‘desear’; foburgo, ‘suburbio’; malorazo, ‘infeliz’.
Un hablante de judeo-español dirá: ponte por 
puente; sorte por suerte, fijo por hijo y fablar por hablar. Cibdat, debda y bibda por ciudad, deuda y viuda; guerta por huerta, guerfano por huérfano, deshar por dejar, disho por dijo y brusha, por bruja.

¿Existió o no, literatura en judeoespañol?

Por centurias, el alfabeto hebreo sirvió para escribir el ladino, aunque también fue escrito en caracteres latinos en el periodismo del siglo xix. Mientras que la literatura secular
 o profana floreció a partir del siglo xix, la religiosa se originó mucho antes de la expulsión de España. la religiosa, de la que hallamos testimonios en la biblioteca del Escorial, se inició en los siglos xiii, xiv y xv.
Dicha tradición pervive en Constantinopla, salónica, Venecia, Ámsterdam, Pisa y Viena, donde fue publicada la Biblia.
El romancero ladino pertenece a la tradición oral española de los siglos xiv y xv. Ya en la modernidad encontramos novelas traducidas al judeoespañol y publicadas en los años 80 del siglo xix.

Un idioma que se resiste a desaparecer

«El que tiene hishos e hishas no puede hablar». Así decía mi abuelita Malcá a alguien de la familia cuando éste comentaba de algún escándalo que se había presentado en la propia familia o en amistades cercanas.
Ella y Bensión, mi abuelo, habían emigrado a Chile cuando yo era niño. Venían de Esmirna, donde la judería mantenía el idioma que se hablaba en España a fines del siglo xv, cuando los reyes católicos Fernando e Isabel expulsaron a los judíos, entre ellos mis antepasados, que emigraron a Asia Menor, principalmente Turquía y Grecia.
Qué increíble fenómeno fue que por casi cinco siglos, en las casas de los judíos de esas latitudes se siguió hablando —y aún hasta la época actual— la lengua española de los tiempos de Cervantes.
Para los judíos sefarditas fue increíblemente fácil adaptarse a países de América Latina, ya que podían darse a entender con facilidad.
También resulta increíble que después de innumerables generaciones en Turquía, mis parientes —cosa que pude comprobar en Esmirna cuando visité a una tía— nunca llegaron a hablar el idioma turco sin acento, debido a que vivían generalmente en su comunidad, que era bastante cerrada.
La lengua original se fue «contaminando» con palabras turcas, griegas, hebreas y francesas, ya que la mayor parte de los niños, sobre todo en Turquía, asistían a la Alliance Israelite Universal y en casa el francés se utilizaba a menudo. En Israel hay corrientes de sefarditas que buscan mantener vivo el ladino.
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En mi casa era ésta la forma de hablar que imponían mis abuelos, con los cuales conviví intensamente, empapándome de los giros verbales de sus dichos —algunos de ellos muy sabios—, que seguimos utilizando con mis hermanos aún en estos días, como por ejemplo:

  • Alguien extremadamente lento:«pisha de vagar».
  • Una persona que habla en exceso sin sustancia:«embeleca- 
muntañas».
  • Alguien que no previene e improvisa:«a la hora de la pishada fragua la privada».
  • Mi abuelita sorprendió a mi tía Violette escarbándose los dientes y le dijo: «cualo te vas carishtiriando —palabra turca castellanizada— los dientes con un alfinete, después no la escapamos con los dentistes —del francés—».
  • Cuando venía una visita no muy grata a comer a casa de mi abuelo, él decía: «Vino, se aterco; arrevento… y se arremato».

 

Encuentra este artículo completo en la edición 113 de Algarabía.

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