Dicen que viajar lo cura todo, por eso compré el primer vuelo a San Francisco, esa ciudad que desde hace años me moría de ganas por conocer, pero que pospuse muchas veces por mi trabajo.
Un día, simplemente, entendí que prefiero tener mi pasaporte lleno de sellos, que una casa llena de cosas.
Mientras iba en el avión, vi a lo lejos el Golden Gate, el puente más emblemático, no sólo de la ciudad y de los Estados Unidos, sino del mundo. Llevaba una guía de viaje donde rápidamente leí que sus dimensiones son de 2 737 metros —1 970 de estructura colgante— y que su construcción fue interrumpida varias veces por el exceso de niebla y algunos imprevistos técnicos.
¿Sabían que su construcción tardó cuatro años (1933-1937)? No pude leerlo sin imaginar cómo colocaban cada pieza.
Mi compañero de vuelo, al que conocí hace tan sólo unos minutos, me contó que la mayoría del financiamiento del Golden Gate no provino del presupuesto federal: gran parte de la población local puso sus casas y granjas como garantía, para generar bonos con un valor de 35 millones de dólares.
Pero lo que más llamó mi atención es que el color anaranjado que distingue al puente se debe a la protección que traía de origen el acero contra la corrosión. El arquitecto Irving Morrow decidió no pintarlo porque así era más visible en la niebla y contrastaba de forma perfecta con la topografía natural y el azul del mar.
Hoy yo seré una de esas 110 mil personas que diario lo cruzan.
El Golden Gate, el puente más célebre
Sabías que la mayoría del financiamiento del Golden Gate no provino del presupuesto federal: gran parte de la población local puso sus casas y granjas como garantía, para generar bonos con un valor de 35 millones de dólares.
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abril 29, 2022