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El extraño caso de la Privada de Reina

Todo comenzó una tarde de verano...
Casa que simula la Privada de Reinaa de

Episodio I: El comienzo del misterio en la Privada de Reina

Todo comenzó una tarde de verano, cuando ya empezaba a pardear. Inés, mi perro Tocayo y yo, salimos a «dar la vuelta a la manzana». Caminábamos en silencio, cuando de pronto, Inés grita: —¡Privada de Reina, Privada de Reina, quiero entrar! Una calle cerrada cuya entrada no se ve, porque es tan estrecha que no se distingue entre los portones y las angostas entradas de las puertas de este barrio residencial, y cuyo trazo es empinado y sinuoso, presentándose primero y a la izquierda con unas casas grandes —tipo la playa de Ixtapa—, luego con casas un poco más pequeñas que nada que ver con las otras y que más bien recuerdan las de la abuelita de Caperucita Roja, para un poco después volverse más sinuosa y más lóbrega, con casas más grandes, más viejas y más ruinosas, que parecen salidas de una película de Hitchcock.

Cuando los tres íbamos pasando por ese tramo de la privada, la luz del sol, ya nos había abandonado. De pronto, y sin quererlo, volteamos a ver una de las casas de la derecha… vimos asomarse entre las sombras, la cara pálida de un hombre -o eso se nos figuró-, tenía poco pelo y los ojos demasiado claros. Yo, que la verdad no soy nada miedosa, sucumbí y le dije a Inés que diéramos media vuelta y emprendiéramos el regreso. Al grito de «¡ven Tocayo!» y sintiéndonos contentas de llevarlo con nosotros —es un Bouvier de Flandés harto grande— nos apuramos a abandonar la privada, con el corazón latiendo a todo lo que da.

Llegué a casa y  Manuel me recriminó de inmediato: —¡Les dije que no fueran a la privada de Reina, desde que yo recuerdo, siempre ha sido tétrica!

Episodio II: Misteriosas desapariciones

Le dije a José: —Yo creo que se están robando las piedras de río del camino, cada vez veo menos, —Pues igual sí, señora; me contestó encogiéndose de hombros.

Episodio III: La aparición

Llegué a casa de noche, después del trabajo. Vi una figura agazapada junto al árbol, cogiendo las piedras de río.
—¡Oígame! ¿qué diablos cree que está haciendo? —le grité con furia.
En ese momento, volteó y me miraron los mismos ojos de un azul muy muy claro que había visto en la Privada de Reina. Tenía la misma expresión pálida y la misma piel ajada. La figura se rio y se fue sin más.

Episodio IV: La ayuda

Nieves llegó a casa con Inés en una mañana soleada, bajaba del auto cuando de pronto Nieves vio con horror que un desconocido está ayudando a bajar a Inés del coche. Le gritó desesperada: —Inés ¡no te bajes! El hombre es el mismo, con su mirada azul penetrante y una piel que no ha visto el sol en años, pero con manchas rojas y venas sobreexpuestas. El extraño le dice que es amigo de Inés, Nieves no le creyó y no me lo cuenta, por miedo, hasta mucho después.

Episodio V: El hombre misterioso de la Privada de Reina

Volví a estar en la tarde en casa, con Inés, Manolo, Sebastián y obviamente el perro Tocayo. Nos tocaba ir a dar la consabida «vuelta a la manzana» y de paso comprar dulces a la tiendita de San Carlos. De regreso, Inés volvió a gritar: ¡Privada de Reina! ¡Privada de Reina! Dudé en entrar, pero volteé a ver el cielo y vi el sol radiante. Eran las 5 de la tarde, era verano otra vez, y es imposible que pardee. Accedí a entrar —Inés es tenaz.

Empezamos a subir. En la casa tipo playa de Ixtapa hay fiesta —aun y cuando es entre semana—, había perros, Tocayo se enoja con ellos y yo me entretengo en eso, cuando veo que Inés, Manolo y Sebastián se adelantaron a la parte tenebrosa de la privada. Trato de alcanzarlos y veo con horror que Inés estaba abrazando al tipo aquel, que la carga en sus brazos, de la misma forma en la que abrazaría a un tío que quiere mucho. Subo el empinado y el cara pálida me inyecta los ojos azul clarísimos y me pregunta con una amplia sonrisa:

—¡Hola vecina! ¿Cómo van sus piedras?
Yo me pongo muy nerviosa. Sebastián y Manolo juguetean. Inés se acerca a una gata gorda que me mira con los mismos ojos inyectados que su dueño. No le contesto, en su lugar le grito a Inés:
—¡No toques al gato! Te puede morder.
—Sí, mejor no la toques —dice él— es una gata salvaje.

Mis nervios se acrecentaron. Él, calmado se me acercó y me invitó a pasar a su casa derruida, sucia, ruinosa y tenebrosa. Me negué de forma obvia:

—Me tengo que ir, es tarde. ¡Vámonos chicos! —les grité a los tres—. El Tocayo se me repega, no puede con esa gata, le da miedo, la gata maúlla y cruje pero no se mueve, es gorda, como ya dije.

El vecino insistió, yo me quedé petrificada, miré la puerta que lleva a la sala de su casa con cara de asco y emprendí la huida. En ese momento nos detuvo. Después de un tenso silencio, les dijo a Manolo, Sebastián e Inés:
—Si ya se van, déjenme darles un regalito.

Dio la vuelta, se metió a su casa por la puerta trasera, que parecía conducir al desván y en un santiamén, volvió a salir con unas cosas cilíndricas, largas, amorfas y peludas en la mano.
—Es que esta gata, ahí como la ven, es muy aguerrida y carnívora, suele comerse a las ardillas, yo guardo sus colas. Miren, aquí tienen una para cada uno.

Inés, Manolo y Sebastián no entendían lo que estaba pasando. Cada uno tomó sendas colas y las observaron en su mano sin saber bien a bien qué hacer con ellas.

Cola de Ardilla, extraño caso de la Privada de Reina

Yo grité: —¡Nos vamos! Y apuré el paso hacía la calle.
El sol todavía brillaba, el cielo estaba despejado…
El Tocayo, ajeno a todo, corrió y ladró fuertemente.
No me atreví ni a ver bien, ni a tocar las colas, pero les supliqué a los tres que por favor las abandonaran encima de un árbol.
 

Continuará...

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