Se cuenta que cuando Albert Einstein empezaba a ser conocido por sus teorías científicas, era con frecuencia solicitado por las universidades para dar conferencias.
Dado que no era nada bueno al volante –y, sin embargo, el coche le resultaba muy cómodo para sus desplazamientos–, contrató los servicios de un chofer de taxi que pasaba por él cada vez que asistía a este tipo de eventos. El chofer lo llevaba, escuchaba la conferencia y luego lo regresaba a casa.
Después de varios viajes, Einstein le comentó al chofer lo aburrido que era repetir lo mismo una y otra vez.
«Si quiere —le dijo él— lo puedo sustituir por una noche. He oído su conferencia tantas veces que la puedo repetir de memoria».
Einstein le tomó la palabra y, antes de llegar al lugar donde ofrecería su siguiente discurso, intercambiaron sus ropas: el chofer se desaliñó y se despeinó; Einstein, por su parte, se colocó la casaca, el gorro y se puso al volante. Llegaron a la sala y, como ninguno de los académicos presentes conocía en persona al afamado científico, no se descubrió el engaño.
El chofer expuso, de forma fluida, la conferencia que había escuchado tantas veces repetir a Einstein, mientras éste lo observaba desde la última fila con una gran sonrisa. Todo iba muy bien, hasta que al final, un profesor en la audiencia hizo una pregunta que, evidentemente, el chofer no sabía contestar. Por un instante titubeó, pero de pronto tuvo un golpe de inspiración y le respondió:
«La pregunta que usted me hace es tan obvia y sencilla, que dejaré que mi chofer, que se encuentra al final de la sala, se la responda».
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