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El catecismo en estampas

En el fondo, las estampas apelan al estremecimiento más que al entendimiento.

El año: 1979. Cuando llegó el momento de prepararme para recibir la Eucaristía, la vecindad y la larga amistad de mi familia con la catequista de la colonia hicieron que la piadosa y venerable —pero también temible— viejecita me impartiera el catecismo en la sala de mi casa. El día en que estudiamos el acto de la confesión, doña T. —omito su nombre por miedo a un «jalón de patas» nocturno— me mostró dos grabados en los que se distinguían la buena y la mala confesión.

El primer grabado era plácido: el niño Jesús entraba a un corazón inmaculado, inocente, exonerado de cualquier pecado, y lo inundaba con su gloria; pero en el segundo, la confesión incompleta y sin arrepentimiento había arrojado al niño a un corazón impuro, que era «como un nido de serpientes».

La imagen del pequeño Redentor de rulos rubios siendo atormentado y devorado por unas enormes culebras negras quedó tan hondamente grabada en mi memoria, que por muchos años ese mea culpa visual moldeó mi conciencia, alimentó mi fe y, como un mecanismo de reflejo condicionado, mantuvo a raya muchos de mis pensamientos y mis acciones. Lo felicito, señor grabador: estuvo usted así de cerca de lograrlo…

Jesucristo sentado a la diestra de su Padre en un trono de gloria; rodéanle los Ángeles y los Santos. El Padre tiene un cetro; el Hijo, su cruz.

Doctrina visual

La Iglesia católica, desde sus orígenes, se ha servido de diversas imágenes e íconos para adoctrinar a su grey. Cuando la población era analfabeta, la palabra de Dios no podía transmitirse sino por el discurso del grabado, el dibujo, el vitral, la pintura. Esta iconografía, además de su carácter didáctico e ilustrativo, tenía una misión sencilla: brindar ejemplos morales claros —aunque llenos de simbolismos— y comprensibles para cualquiera, de la gloria del camino de Dios, y del horror del pecado y sus atroces consecuencias.

Según se anuncia en el libro que inspiró este artículo,1«el Catecismo es una enseñanza familiar [transmitida] por preguntas y respuestas acerca de la doctrina cristiana. La doctrina cristiana es la que nos enseñó Nuestro Señor Jesucristo cuando predicó el Evangelio en Judea. […] Es necesario que todos los hombres, y sobre todo los cristianos, conozcan la doctrina cristiana; porque, sin este conocimiento, no se puede llegar al fin para el que Dios nos ha creado: conocerle, amarle y servirle, a fin de obtener, por este medio, la vida eterna».

El Catecismo se divide en cuatro partes:

I. Símbolo de los Apóstoles.
II. Los Sacramentos.
III. Los mandamientos de Dios y de la Iglesia.
IV. Oración: fin último, pecados, virtudes y obras de misericordia.

Estas cuatro partes constan de diversos artículos, cada uno de los cuales se acompaña de una lámina o estampa, la cual es explicada con frases cortas y sencillas: escenas bíblicas, los misterios, el viacrucis, el rosario, las oraciones, los sacramentos y mandamientos, los pecados y virtudes, trazan una urdimbre por la que el creyente avanza en las arenas de la fe y se aleja de un camino sin retorno, «porque el que no sirve a Dios, se expone a ser eternamente desgraciado en el Infierno». O a soñar recurrentemente con niños siendo devorados por serpientes…

El Juicio Universal: Jesucristo está sentado sobre las nubes, rodeado de los Ángeles, los Santos y los Apóstoles; a su derecha están los elegidos, y a su izquierda, los réprobos son arrojados al Infierno.

Educación en la fe

Un libro de muestras de una imprenta mexicana del siglo XIX afirma que: «Frente a la vida mundana que obligaba a los lectores a mantenerse comunicados y estar al tanto de las noticias que se publicaban en los periódicos, la vida religiosa era una de las actividades primordiales de la sociedad mexicana, de ahí que [se] contara con una extensa variedad de imágenes que representaban a la Iglesia, la eucaristía, los misterios de la fe católica, el culto mariano, la caridad cristiana». Desde entonces, este acervo se ha reproducido en misales, catecismos, santorales y otros impresos, y es distribuido entre los creyentes que demandan de estas «guías visuales».

El alma de Jesucristo se aparece a las almas en el Limbo. En la parte inferior se ve el Infierno, donde arden los demonios y condenados.

En su forma, estos grabados dan fe de una pericia y dominio de la técnica: la minuciosidad, el conocimiento profundo de la simbología iconográfica cristiana, y la expresividad de asuntos tan trascendentes como la vida del alma, la salvación o condenación eternas, el pecado y la piedad, la majestad del Todopoderoso, de los santos y las vírgenes con aureolas, o las tortuosas escenas de la Pasión, son retratadas con profusión de detalles y un oficio deslumbrante.

En el fondo, las estampas apelan al estremecimiento más que al entendimiento. Su carácter es sublime, grandilocuente, misterioso, amenazante, ominoso. La luz y las tinieblas del mundo, del Universo y del alma, hallan un reflejo exacto, un símbolo profundo en sus claroscuros, en la promesa de paz y felicidad eterna, de una gracia iluminada, y del pavor de un fuego eterno que hace arder sin consumirse hasta el fin de los tiempos. Éstas historias ilustradas son reflejo de una época más brutal y explícita, sin la corrección política ni la imaginería diáfana y laxa de nuestros días, y con hermosas y terribles moralejas de dos mil años de edad.

Que así sea…

El pensamiento es instantáneo y perdurable, mientras que la palabra viaja a la velocidad del sonido, exige un proceso de decodificación y, al final, se vuelve polvo en el viento. Una imagen mental nos sacude en lo más profundo de manera involuntaria e irreversible —visualice usted a un hijo muerto o la persona amada en brazos de otro, y compruebe lo que digo.

No sé si hoy se sigan usando en la catequesis imágenes como éstas —que huelen a la madera de las bancas, al incienso, al armario del abuelo, a la mantilla de ir a misa de mi abuela—, o si han sido sustituidas por otras más amables y posmodernas, pero algo me dice que doña T. y los demás catequistas intuían que el eco de sus palabras sería borrado por el olvido, y que el poder de las estampas se cerniría siempre sobre nuestros hombros y nuestras conciencias. A veces, muy a nuestro pesar y contra todos nuestros esfuerzos.

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