Desde hace siglos la muerte y el arte se han vinculado al servir éste como un último homenaje que expresa amor, desesperación, admiración, entrega y fidelidad, entre otras cosas. El resultado es un universo de manifestaciones que bien podríamos denominar «el arte de la muerte», como enterramientos, mausoleos, máscaras mortuorias, esculturas, odas, elegías, réquiems, oratorios y marchas fúnebres. Asimismo, la pintura ha proyectado a detalle el papel de la Muerte en la cosmovisión de la humanidad.
«Llévame a mí»
Pocas veces las escenas de las pinturas se centran en los personajes que sufren la pérdida, los que lloran al muerto, los que se quedan furiosos con la vida por la afrenta de continuar solos, por la mala jugada de tomarlos desprevenidos, por perder lo que creían suyo —«Nadie cuenta con ella», dice Octavio Paz sobre la llegada de la muerte—. El deudo pocas veces es protagonista, acaso sus sentimientos parezcan demasiado comunes o egoístas como para ser plasmados en composiciones y colores que irremediablemente nos remitirían a nuestras propias pérdidas y dolores.
A pesar de ello, algunos artistas han tomado el pincel para capturar esa aflicción y pintarlos en el momento justo en que velan a su muerto; han retratado al luto, al llanto, al recuerdo y al lamento, casi siempre a través de un arte figurativo totalmente reconocible, realista, costumbrista: la muerte y su duelo no pertenecen al arte abstracto.
El recurso del color tiende a la oscuridad, pero la teatralidad de la iluminación es precisa para representar el momento en que todo se detiene; los autores fijan su atención en los rostros de los dolientes: unos gritan, otros tienen la mirada perdida, muchos se cubren el rostro con las manos, otros —pocos— están bañados en lágrimas. Son también una constante los cuerpos estáticos —inclinados o recogidos— que revelan su fragilidad, su total abatimiento, su estupor y su duelo.
El arte de la muerte
Con el paso del tiempo cambian el interés, la motivación y la inspiración de los artistas: van de lo religioso a lo mitológico, y de ahí al costumbrismo hasta llegar a la vivencia personal.
Rogiervander Weyden, Descendimiento de la cruz —detalle—; Bélgica, ca. 1435. El rostro de la que se presume es María Salomé se presenta en toda su aflicción. El llanto le deforma el rostro, las lágrimas le ruedan por la cara, su cofia le sirve de pañuelo y la tribulación acaba por completo con su compostura.
Piero di Cosimo, La muerte de Procris; Italia, ca. 1500. Una historia de celos que termina en tragedia: Procris, quien dudaba de la fidelidad de su esposo, Céfalo, lo siguió a escondidas cuando salió de cacería. Él escuchó ruidos entre los matorrales, y por error atravesó con su lanza el cuello de su mujer. En la escena, un sátiro —que había vivido enamorado de Procris— la asiste durante su agonía, su mirada triste parece estar grabando en su memoria aquella última imagen, consciente de que nunca más volverá a verla. El perro Laelaps se sienta a sus pies como símbolo de fidelidad.
Conoce más de la muerte en el arte en el especial de la muerte de Algarabía 110.