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Dime de qué pie cojeas…

A veces necesitamos de las muletillas, digo: ¿Quién no ocupa vaciar su mente en el desorden qué se encuentra?, pero hay que darse a entender, hablemos bien.

Todo parece indicar que, pues sí, necesitamos bastones para hablar… ¿bastones o muletas? Porque, bueno, esto de comunicarnos… ¿cómo le explico?… Parece como de lo más sencillo, pero es como muy complicado, ¿apoco no?

Y, ¿de qué hablamos? Pues de las muletillas, o sea, de las palabras y frases que invaden como plaga nuestros discursos. Y mire que hay muchas: desde el inevitable y omnipresente «este… este» hasta el no menos abundante «bueno». De hecho, y siendo honestos, todos usamos «de menos» una que, quiera que no, nos saca del atolladero cada vez que nuestra mente se queda en blanco y nuestra lengua se sigue de largo.

Sin embargo, el verdadero meollo del asunto es cuando las muletillas dejan de servir de apoyo y se convierten en la sustancia de la conversación, por lo que uno ya no sabe si el orador ha dominado su uso en el lenguaje o son más bien las muletillas las que lo han dominado a él, dando paso a lo que se conoce como «cantinfleo». Un muy buen ejemplo lo tenemos en la película Águila o sol (1937),en la escena en que el instituidor de este término, Cantinflas —como Polito Sol—, explica a Manuel Medel —como Carmelo Águila— por qué le contestó a un juez lo que le contestó:

«Porque el juez, hombre, me preguntó. Muy bien, si el juez está ahí y usted como hombre, entonces, ¡vamos!, que ya porque es juez y uno lo que es… ¡y muy bien que es!».Así, como Cantinfl as, tenemos una serie de personajes que se dan a conocer por la forma en que cojean —o utilizan su muletilla favorita— al hablar. ¿Ejemplos? Aquí le van.

Primero, por supuesto, el soberbio, que cree firmemente que de su boca sólo brotan complejas parábolas y profundos silogismos —o que quien le escucha tiene serios problemas de comprensión—: «Porque… ¿Cómo te explico? Lo importante no sólo es que hagas el trabajo, ¿me entiendes?, sino que lo hagas bien. ¿Sí me explico? Porque este proyecto es muy importante… ¿estás de acuerdo?».

También está el que es un «tentalón»: «Entonces, que coge y que me grita, y yo que agarro y que me quedo callada, porque realmente no quería discutir»; o el que dice y no dice: «Que me dice: “¡No!”, y que le digo: “¡Pues sí!”, y que me dice: “¡Pues como quieras!”» —porque, digo, uno tiene su propia personalidad, ¿no?—. Y no podemos dejar atrás al que «güeyea» a todo el mundo: «No, güey, y que el rata me apaña y me pone la pistola en la jeta, güey, y que me dice: “¡Que afl ojes la lana, güey!”, y que le digo: “No, güey, aguanta, güey, que no traigo lana, güey”, y que me grita: “¡No me digas güey, que te mato!”, güey; y que le digo, güey: “No, güey, no me mates, güey. Ya no te digo güey, güey, pero no me mates, güey”, y que se enoja más, güey, pero es que no podía dejar de decirle güey, güey».

¿Lo ve, güey?… ¡Perdón, querido lector!, es que esto es contagioso. Pero lo peor es que ahí no para la cosa, porque, o sea, las muletillas aparecen por doquier: en la exposición del locutor: «Estamos en lo que es, por así decir, la entrada al Congreso de la Unión»; en la de la niña bien: «¡¿Nooo?! ¿Me juras que te dijo eso y shalalá, shalalá?»; en la de aquella que sustituye su escaso léxico con expresiones armadas: «Y yo así de… [expresión facial indescifrable]. O sea, ¿cómo?… Ni cómo ayudarle, es un x en la vida, está en el hoyo…»; y hasta en la del profesor, quien, por cierto, a veces pareciera que articula muletillas sólo para su propio balconeo y diversión de sus pupilos, pues mientras en su versión ochentera él expresa sale para decir «de acuerdo», su alumno declara: «va que va», en su versión más moderna. ¡Qué tal! Porque las muletillas también son de época y se ponen de moda, ¿que no?

Pero seamos honestos, hablar con el apoyo de muletillas, aunque esté de moda, no es lo mejor, porque su abuso le quita sabor, el verdadero sabor, a lo que quiere decir. Por ello le proponemos que se olvide de ellas y hable limpiamente; no vaya a ser que en una de ésas se encuentre con el que, para descubrir sus demonios, le diga: «Dime de qué pie cojeas… y te diré qué muletilla usas».

Karla «Shalalá» Bernal reconoce que como que requirió ayuda para realizar este artículo, no sólo para recopilar muletillas y divertidas anécdotas, sino también para que le quedara claro que todos, incluso ella, cojeamos.

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