Ciudad de México, 1972
Hijos de mi alma, ¿de qué creen que me acabo de enterar? Pues de un chisme grandioso y enredadísimo, o sea, de mis favoritos. Los protagonistas, en esta ocasión, son dos grandes de la literatura latinoamericana. La historia es larga, pues comienza desde hace más de 20 años.
Oh, pequeños, estoy tan entusiasmada que no sé por dónde empezar, pero, como dijo el descuartizador, vamos por partes y comencemos por el principio.
París, 1949
Una pareja de intelectuales visita a otra. Se trata, ni más ni menos, que de los argentinos Silvina Ocampo y el guapo escritor Adolfo Bioy Casares —de 35 años, once menos que su mujer—. Los anfitriones son el poeta y ensayista Octavio Paz —que en esta época cumple el cargo de embajador de México en la Ciudad Luz— y su esposa —de 29 años—, Elena Garro, muy bella y carismática.
Desde el momento en que se ven, Elena y Adolfo sienten atracción el uno por el otro. Sus matrimonios no son precisamente los más felices, y tienen afinidades que los unen aún más. El día de su primer encuentro, Bioy se lleva a la Garro a pasear por el bosque y le dice que se limpie el bilet porque está a punto de besarla. Según la versión de Elena, ella no hace nada ante esta petición, pero pasan varias horas en una pensión.
Esta visita marca el inicio de un largo amor de lejos, puesto que los enamorados sólo se vuelven a ver dos veces más tras este primer encuentro. En 1951, Bioy Casares visita a los Paz nuevamente en París, y en 1956, los amantes se reencuentran en Nueva York. El caso es que se siguen carteando con frecuencia. Bioy se inspira en Elena para su personaje de Clara en una de sus grandes novelas, El sueño de los héroes (1954). Por su parte, la Garro recreará a su amante epistolar en el personaje Vicente, de Testimonios sobre Mariana (1981).
Pues sí, queridos. Estos dos autores se escribieron durante 20 años, él le envió en total 91 cartas, 13 telegramas y tres postales, donde hace frases muy hermosas —a fin de cuentas, es escritor—: «¿Recuerdas que en el Théatre des Champs Elysées, en el 49, la primera noche que salimos, me dijiste que sentías gran respeto por los que huían?», le pregunta apasionado.
Le dice Bioy a Elena: «Me gustaría ser más inteligente y más certero; escribirte cartas maravillosas. Debo resignarme a conjugar el verbo amar, a repetir por milésima vez que nunca quise a nadie como te quiero a ti, que te admiro, que te respeto, que me gustas, que me diviertes, que me emocionas, que te adoro». Estaba loquito por ella.
Elena, por su parte, confesaría más tarde sobre Bioy: «Es el único hombre en el mundo del que me he enamorado y creo que eso no me lo perdonó nunca Octavio». Y agregaría que un adivino les había predicho que tendrían un gran amor.
La cosa es que, desde aquel 1956, no volvieron a verse. Elena se separó de Octavio Paz, se volvió una gran escritora y también defensora de varias causas, como la de los indígenas y la de los estudiantes durante las protestas del 68. Atacó a 500 intelectuales mexicanos —entre ellos Octavio Paz, su ex—, llamándolos cobardes por no haber apoyado las manifestaciones estudiantiles, se sintió amenazada de muerte en México y ahora ha decidido partir junto con su hija, Helena, a autoexiliarse en París.
Este hecho me lleva al lío de los gatos. Resulta que la señora Garro ama a los felinos, tiene muchos y cree que alguno de quienes la odian los va a envenenar o a torturar por pura maldad, así que le escribió a su amado Bioy, persona de su entera confianza, y le avisó que le iba a enviar a su favorito, Tomi, para que él se lo cuidara.
Con lo que no contaba la escritora es con que Bioy —quien vive plácida y holgadamente en Buenos Aires junto con Silvina— tiene varios perros, así que un gato en casa rompería con la armonía familiar. Tengo cuando menos dos versiones del hecho, aunque —como se verá— el resultado fue el mismo: un desastroso final para un hermoso romance.
La versión que me dieron los cuates de Elena es que ella se enteró, por un amigo de Bioy, que éste había enviado a su querido gato a una estancia —especie de rancho, pero argentino—, en lugar de conservarlo en su departamento de la ciudad como a su bien más preciado, simplemente por el hecho de pertenecer a la mujer amada.
Por su parte, Bioy comentó que había recibido un telegrama de Garro diciéndole que le enviaba a su Tomi, así que él, personalmente, fue a su estancia para dejarlo ahí muy bien acomodado. Sin embargo, cuando abrió la caja de cartón donde venía el dichoso Tomi, salió no uno, sino un montón de gatos disparados, que huyeron corriendo en diferentes direcciones. Él intentó atraparlos, pero todos se perdieron, así que regresó a su casa y se quedó calladito, calladito. Unos días después llamó Elena para preguntar por sus mininos, y Silvina y él le hicieron creer que estaban muy contentos en su casa —como los gatos no hablan…
En fin, que pasara lo que pasara, el caso es que, de alguna manera, la Garro se enteró de que Bioy no había conservado a su felino, por lo que montó en cólera y pronunció una rotunda frase: «Se murió Bioy para mí […], el amor que sentía por él se secó».
La historia de amor epistolar terminó para siempre. Elena ha partido a Europa bajo la promesa de no volver a pensar en el escritor argentino jamás. ¿Y él? Bueno, seguramente no le faltará con quién consolarse, además de con su propia esposa, ya que es rico, galán, inteligente y un mujeriego que escandaliza. ¡Qué calor! Mejor me despido.
Au revoir!