«Nada es tan doloroso como ser como todo el mundo.»
Honoré de Balzac
La «pose» es lo esencial en las dinámicas sociales modernas. Y no es que no lo haya sido desde siempre, pero éstas nos ofrecen una gama infinita de posibilidades en las que abundan las herramientas para aparentar —si no, precisamente, lo que no somos— lo que quisiéramos ser, partiendo de la imitación del aspecto, las opiniones, los gustos y el comportamiento de otros. En su sentido más amplio, a esta realidad se le conoce como esnobismo y a sus representantes se les denomina esnobs.
Según el Diccionario de palabras y frases extranjeras en el español moderno, la palabra snob procede de la anotación s.nob, abreviatura de la frase latina sine nobilitate, que en Inglaterra se ponía en los censos a quienes no pertenecían a la aristocracia. Aunque dicha versión ha sido la más extendida, según el Diccionario Oxford tiene otro origen: a finales del siglo xviii esta palabra se utilizaba como sinónimo de zapatero, y también por aquel entonces los estudiantes de Cambridge la adoptaron, pero no para referirse a la gente de origen humilde, sino para designar a cualquiera que no fuera estudiante. En el siglo xix, comenzó a utilizarse para hacer referencia a todo aquel que no procedía de «buena cuna», tanto los obreros como aquellos que buscaban subir en la escala social, mediante la imitación de los modales de las clases altas.
Pero cualquiera que sea el origen de la palabra snob, esta actitud está bien documentada en todos los grandes momentos culturales de la historia occidental, desde la Roma imperial a la Francia de la monarquía absoluta, pasando por el Renacimiento italiano.
Ya en el Satiricón, de Petronio, había personajes esnobs. Por ejemplo Trimalción, quien tras heredar a un amo millonario, comenzó a vincularse con sectores adinerados de la Roma imperial, a quienes ofrecía ostentosos banquetes: platillos con aves vivas cosidas en el interior de un cerdo o platos que representaban a cada signo zodiacal.
La apariencia —lo que una cosa muestra exteriormente, por lo general admitiendo la posibilidad de que no corresponda a la realidad—, la forma —no el qué, sino el cómo—, aunque esté por debajo de lo verdadero, profundo y trascendente, ha tenido un papel fundamental en la manera en que se concibe y valora a las personas en la sociedad.
Todos somos, en el fondo, imitación de otra cosa: resultado de la influencia de un ambiente que ineludiblemente nos determina, pero, buscando diferenciarnos, terminamos a veces homogeneizándonos: vistiendo bajo los mismos patrones, tomando como ciertos los mismos referentes, como autoridad a los mismos autores… copiando estilos que se transforman, en la figura del otro, en versiones baratas de tan poco auténticas.
Según José de la Colina, los esnobs —pese a su aura de frivolidad y pedantería—, se diferencian, en primer lugar, en que reconocen como esencial el carácter de la apariencia, y en segundo, en que pretenden, al menos, imitar lo «mejor» y estar a la vanguardia, lo que los convierte en aggiornati de la cultura, es decir, los compañeros de ruta del público. Por ejemplo, los esnobs de los años sesenta trajeron a México el gusto por el Pop Art y el arte conceptual, el culto a los Beatles o los Rolling Stones, divulgaron la nueva moral de la permisividad sexual y las mujeres nos presentaron la minifalda.1 Incluso existió un hebdomadario llamado S.Nob, encabezado por Salvador Elizondo, Juan García Ponce y Emilio García Riera, que fracasó por inaugurarse en una época donde el público esnob era aún escaso. Para más información, v.: José de la Colina, «Los inmortales del momento: Snob era una fiesta», en Periódico Milenio.
Hacia mediados del siglo xix, William Thackeray escribió Historia de los esnobs de Inglaterra, donde afirmaba que existen dos formas esenciales de ser esnob: practicar el esnobismo mundano —querer ser como los sectores más distinguidos y poderosos— o el esnobismo cultural —que también llama, «esnobismo de la moda»—, y que consiste en querer estar al tanto de lo último en el arte, los estilos y las tendencias. Según Rouvillois, esto otorga al mismo tiempo «la posibilidad de despreciar a aquellos que no pertenecen al clan y a los que se puede juzgar, como gente común o inferior», pues a riesgo de parecer ridículo, hay que tener un mínimo de dinero o formación, para ser parte de uno u otro.
La experiencia nos demuestra que las tendencias terminan por volverse tan populares, que la moda en algún punto deja de serlo, y que, pese a que hoy existen esnobs intelectuales, musicales, culinarios, deportistas, lingüísticos, informáticos, viajeros, etcétera, nada que no sea esencia perdura. Pero, ¿qué es la autenticidad, a fin de cuentas? Dice el escritor Leon Wieseltier, que no es más que una forma de idolatrar el origen. Así que en este sinsentido, todavía nos queda el gusto de elegir qué imitar. Aunque de hacerlo no podamos salvarnos.
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