Una de las características que más se le han criticado al cineasta estadounidense Steven Spielberg ha sido su afán por imponer una visión de inocencia que salpica la mayor parte de esta obra fílmica, alcanzando niveles francamente empalagosos como en Caballo de Guerra (2011) o en Hook (1991).
Sin embargo, Spielberg ha destacado gracias a un impresionante rango y a una aguda visión, lo cual se puede constatar en su reciente Puente de espías (2015), una sublime clase de distinción cinematográfica, misma que se mezcla con una ingenuidad más amarga en su más reciente película El buen amigo gigante, basada en la obra del escritor Roal Dahl
En El buen amigo gigante, Spielberg nos presenta la historia de Sophie –con el candoroso tierno debut de Ruby Barnhill–, una niña huérfana que un día es visitada por un gigante de insondable nobleza y peculiar gramática que es rechazado por los otros gigantes por que se niega a comer humanos, particularmente niños.
El filme es adaptado con simpleza por Melissa Mathison, la escritora de e.t (1982) quien mantiene un nivel de discurso plano pero fértil, mientras que Spielberg construye un interesante subtexto en sus imágenes y cuadros.
La psicoanalista junguiana Marie Louise Von Franz, en uno de sus tantos estudios sobre la mitología propia de los cuentos de hadas, decía que los gigantes suelen ser una representación de la personalidad del ego, y en el caso peculiar de este filme, la calidez y humanidad de este amigo gigante –el recién oscareado Mark Rylance haciendo una actuación motioncapture– contrasta con la bruta maldad de los otros gigantes, quienes actúan como bárbaros que, en la visión de Dahl, deben ser acallados por una educada y ruda monarquía.
Aunque el filme no deja de tener momentos de una rigurosa plasticidad pastel, bastante afortunados, el gran peso emocional del filme recae en la relación entre Ruby Barnhill y el extraordinario desempeño de Mark Rylance, auténtico titán de las tablas británicas que lleva la actuación digital a terrenos que sólo el pionero Andy Serkis –El Señor de los Anillos (2001), King Kong (2005)– había sido capaz de pisar.
Spielberg retoma la más llana fantasía como el escape a los horrores del mundo moderno, poniendo al centro la relación entre una huérfana y un exiliado que buscan escapar de un dominio totalitario de ignorancia y fuerza bruta. Oportuno en tiempos contemporáneos que remiten, de manera escalofriante, al mundo de 1939 y en los que la fantasía, incluso la más diminuta, se disuelve y escapa de las manos del gigante más temible.
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