Mucha gente piensa que el 13 es el número de la mala suerte. Y sí. Como se sabe, de este lado del mundo los martes 13 nadie se casa ni se embarca, al igual que los viernes 13, los edificios omiten el piso 13, los aviones prescinden de él, y hasta los hoteles evitan incluir este número entre sus habitaciones… pero incluso tú, aunque no te consideres supersticioso, sí lo eres —hasta cierto punto—, y te voy a decir por qué.
Mi papá —«contreras» como es—: El 13 es mi número de la suerte.
El otro —sorprendido—: ¿El 13? ¡Ah, caray! ¿Por qué?
Mi papá: Porque un día 13 de junio, en el Retorno 813, frente al portón de la casa número 13, C. P. 04450 —que suma 13— me robaron un coche con placas 382HWS —que también suman 13—.
El otro —confundido—: ¿Y por qué, entonces, es tu número de la suerte?
Mi papá —muy orgulloso—: Porque también un día 13 me dejó mi esposa.
Tras vencer la primera batalla del día —erguir la espalda y poner el pie derecho sobre el suelo—, nos disponemos a la realización de una serie de rituales.
Primero: lavarnos los dientes, tomar el baño, rasurarnos, apuntar pendientes; segundo: tomar cierta ruta para ir al trabajo, comer con los colegas, convivir, y tercero, volver a casa y prepararnos para el día siguiente: la protección para el futuro. Apagar las luces, cerrar las puertas, poner la alarma, etcétera, para empezar el siguiente día con un ciclo interminable de hábitos —tan culturalmente arraigados, que a veces ya ni siquiera nos damos cuenta de que lo son.
Los rituales y supersticiones han sido científicamente ligados a la necesidad humana de control, sobre un mundo lleno de turbulencias. Tirar la monedita a la fuente, no comprar helechos, poner cuatro manzanas para la abundancia, tener un amuleto, no pasar debajo de una escalera, no pasar la sal —mano a mano— durante la comida, no casarse en los días lluviosos…
Como sabemos, hay un mundo estresante allá afuera. Hambre, tortura, calentamiento global, huelgas, prisa —¿me creerías si te digo que, según los estudios, la gente habla y camina más rápido que hace una década?— Bueno, no voy a recordarte más. Pero el hecho es que algo tenemos que hacer para defendernos, y quizá una de las pocas armas que nos quedan sean las supersticiones: aquellas creencias de que uno puede manipular el futuro mediante ciertos comportamientos, aunque en realidad no tenga nada qué ver una cosa con la otra.
Dice Martin Lindstrom, en el libro Buyology, que los rituales también forman parte muy importante de nuestras decisiones al comprar. Casi no lo notamos, pero el ritual de comerse una galleta Oreo, de beber una cuba libre con la rajita de limón, de ponernos cremas antiarrugas que de poco sirven, de formar nuestras ensaladas en la barra del Subway, son rituales que contribuyen en la elección de comprar una u otra cosa, y de hecho, según un estudio publicado en the Journal of Family Psychology, en las familias con rutinas predecibles, los niños tienen menos enfermedades respiratorias y en general, mejor salud y mejores calificaciones.
Pero para comprobar que la superstición es meramente un hábito, basta saber que en las culturas asiáticas no es el 13 el número de mala suerte, sino el 4, porque la palabra en mandarín para ese número se lee como si —muy cercana a shi—, que significa «muerte»; y el número 8, por el contrario, es de buena suerte porque su sonido es similar al de «salud», «fortuna» y «prosperidad», lo que explica por qué los Juegos Olímpicos de Beijing dieron inicio un 08/08/08, exactamente a las 8:08:08.
Desde esta perspectiva, ¿qué sería de los Juegos Olímpicos de cada año, sin el ritual de la flama olímpica? Si reflexionamos sobre ello, éstos no serían nada sin sus rituales. No inauguración. No cierre. No presentación de los ganadores, ni medallas, ni cánticos del Himno Nacional. Piénsalo. ¿Qué sería de nosotros mismos sin nuestros rituales? Sin las fiestas de cada año y sin las rutinas de cada día, que nos ayudan a sentirnos a salvo de la incertidumbre del mundo… ¿y qué quedaría de nosotros, si no pudiéramos, al menos, creer en algo? ¿Qué opinas?