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Viaje arqueológico por las entrañas de nuestra ciudad

Imaginemos por unos instantes a un improbable arqueólogo del futuro que, en el año 2524, se cuestiona acerca de las pretéritas formas de existencia de los chilangos.
Viaje arqueológico por las entrañas de la ciudad

Imaginemos por unos instantes a un improbable arqueólogo del futuro que, en el año 2524, se cuestiona acerca de las pretéritas formas de existencia de los chilangos. Le intriga en especial un periodo: cuando en la Ciudad de México gobernaban Carlos Slim, Enrique Peña Nieto, Miguel Ángel Mancera y Norberto Rivera.
Y le preocupa sobremanera dilucidar cómo los súbditos de estos cuatro personajes casi míticos lograron adaptarse y sobrevivir en un ambiente particularmente hostil. Para la empresa, lo sabe bien, deberá echar mano de una metodología que le permita alcanzar la anhelada «visión de conjunto» del asentamiento arqueológico, el big picture del que tanto hablan nuestros vecinos del Norte.

Cuando era estudiante, este investigador imaginario seguramente aprendió de memoria que las megalópolis de la antigüedad se definen por la nutrida presencia de vagabundos, ladrones y prostitutas, pero también por la heterogeneidad de los componentes urbanos. Por tanto, lo que buscará con inusual ahínco —además de las «áreas de actividad» donde se desenvolvían estos tres «tipos» de actores sociales— será caracterizar la intrincada anatomía de la ciudad arqueológica y reconstruir su compleja fisiología.


Por ejemplo, si pretende captar el amplísimo espectro jerárquico de los chilangos, deberá practicar excavaciones extensivas en las Lomas de Chapultepec y la colonia del Valle, pero también en las lomas de Milpa Alta y en la Valle Gómez. Si le interesan los centros simbólicos, tendrá que exhumar los vestigios de la Basílica de Guadalupe y del Estadio Azteca, aunque sin olvidar los estudios de Televisa San Ángel y la gran sala del Palacio Legislativo de San Lázaro.
En cambio, si le preocupa el tema del aprovisionamiento, abrirá trincheras en las ruinas de la Central de Abastos, el Mercado de San Juan y en Antara, haciendo algo similar en una Soriana, un Oxxo y una de las entonces casi extintas tiendas de abarrotes. Y si de los centros de poder se trata, irá armado con su georradar y su magnetómetro hacia los Pinos, a la Catedral Metropolitana, la sede del pri, la delegación Iztapalapa y la Plaza Carso.
También se dedicará a reconocer desde la superficie otros lugares tan significativos en la maquinaria citadina como el tiradero de Santa Martha, Ciudad Universitaria, el Reclusorio Oriente, el Museo de Antropología, el segundo piso del Periférico, Garibaldi, la estación Tláhuac del Metro y un larguísimo etcétera. Su cometido será, nos queda claro, inacabable…
Regresemos ahora a la Ciudad de México de nuestro tiempo, a la del año 2013 que apenas comienza. Aquí y ahora laboramos muchos arqueólogos que, como el investigador imaginario del 2524, también nos interrogamos sobre la vida de nuestros ancestros, a quienes con firmes bases pudiéramos denominar con el neologismo de protochilangos. Somos, hay que aclararlo, científicos que nos especializamos en el estudio de una megalópolis insular del pasado que alcanzó en su esplendor las 200 mil almas, de una poderosísima capital imperial que floreció en las últimas décadas del siglo xv y las primeras del xvi.


Esta «Manhattan mesoamericana», pese a ocupar un territorio continuo de 13.5 kilómetros cuadrados, estaba dividida en realidad en dos ciudades hermanas llamadas «Mexico» —sin acento ortográfico—: por un lado, Mexico-Tenochtitlan, la sureña, la del águila solar y poseedora de los modestos palos para producir el fuego y, por el otro, Mexico-Tlatelolco, la norteña, la del jaguar telúrico y propietaria de la exquisita joya de jade que aludía al agua.
Las dos ciudades materializaban mundos complementarios y a la vez antagónicos, grupos en intensa convivencia y eterna competencia. Ambas vivieron una relación tan fraternal como fratricida que resultó a la postre en la imposición militar de la primera sobre la segunda. Por extraño que parezca, según los anales de la historia, todo fue consecuencia de la halitosis: en 1473, el señor de Tenochtitlan le reclamó a su homólogo de Tlatelolco —y también cuñado— por dejar de tener sexo con su hermana. Y éste desencadenó la guerra al contestar airadamente que ella «tenía mal aliento…».
Conoce más del tema en Algarabía 100, dedicada a la Ciudad de México.

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