Nuestros nombres son tanto una declaración de individualidad como de pertenencia: por un lado, hablan de quiénes somos en lo particular, y por otro, del grupo humano del que formamos parte. Uno de los componentes del nombre, el apellido, habla de la familia de la que venimos, e incluso de nuestro grupo étnico o nacionalidad.
Decir: «Yo soy» o «Yo me llamo», es dejar en claro quiénes somos como individuos, al mismo tiempo que es una constancia de membresía para pertenecer a ese colectivo imaginario al que llamamos humanidad.
Es imposible rastrear con precisión el origen del apellido, y tampoco existe una sola hipótesis acerca de su surgimiento. Es una necesidad que muy probablemente llegó con el crecimiento de los asentamientos humanos, y con el fenómeno de la migración y el comercio, que hacían necesario un referente sobre el origen de los viajantes; también, fueron usados obedeciendo a necesidades administrativas de los gobiernos y burocracias, que buscaban llevar un control más estricto y eficiente de sus cobros de impuestos y tributos.
Los apellidos romanos
Un precedente obligado, casi un lugar común cuando se habla de los apellidos, es la Antigua Roma. Sin embargo, por su extensión geográfica —que cubría desde Inglaterra hasta Turquía, Europa Central y el Norte de África hasta Egipto— y su duración —que suma, desde la fundación de la ciudad hasta la caída del Imperio Romano de Oriente, nada más y nada menos que 22 siglos—, es imposible hablar de un único esquema para los nombres y los apellidos.
El periodo clásico de la construcción de nombres romanos comenzó a mediados de la República, y concluyó ya iniciado el Imperio. Durante esos años, las clases acomodadas observaron reglas muy precisas, y hasta cierto punto sofisticadas, para nombrar a los miembros de dichos estratos sociales. Ya con la llegada del Imperio, las convenciones en los nombres se relajaron, cayendo en la franca anarquía.
El nombre de un ciudadano romano a mediados de la República se componía de:
*un praenomen, que es el equivalente al nombre de pila, y era otorgado al noveno día de nacimiento de los varones, durante el dies lustricus o día de purificación;
*un nomen, que era el nombre del clan o familia
*y un cognomen, que podía ser el nombre de una rama de la familia o un apodo.
Al conjunto del nombre se le llamaba tria nomina, y lo que tiene en común con nuestros apellidos, es que el nomen y el cognomen eran hereditarios. Por ejemplo, el dictador Julio César se llamaba en latín Gaius Julius Cæsar, siendo Gaius su praenomen o nombre de pila; Julius, su nomen que indicaba su pertenencia a los Julia —una familia patricia—, y Cæsar, su cognomen o apodo.
Las mujeres no tenían derecho a un praenomen como tal. En su lugar, llevaban por nombre la forma femenina del nomen del padre —el cual les era otorgado el octavo día de su nacimiento—, más una forma femenina del cognomen del padre o el esposo, y al final un numeral que indicaba su posición de nacimiento entre las demás hermanas.1 v. «Apellido de casada: ¿insulto o atavismo sexista?», de María del Pilar Montes de Oca, en De todo, excepto feminismo, Algarabía Editorial y Lectorum: México, 2012.
El alfabeto ruso
El alfabeto ruso moderno consiste de 33 letras. Se deriva de la escritura cirílica, y comenzó a desarrollarse en el siglo x.
Alfabeto ruso por letra
Alfabeto ruso completo
Conoce más de apellidos de aquí, de allá y por supuesto de Rusia, en Algarabía 99.
Jorge F. Camacho es un amante de la literatura rusa, y de los nombres y apellidos tan sofisticados y elegantes de sus autores y personajes.