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De la pintura

por Juan García Ponce.

Todo es imagen. En su ensayo sobre las cuevas de Lascaux —descubiertas recientemente por un mero azar después de que las deslumbrantes decoraciones de sus muros permanecieron en la oscuridad y la ignorancia durante milenios—, Georges Bataille hace coincidir, con razón —a través de una minuciosa e imaginativa investigación arqueológica y antropológica, y un luminoso estudio sobre lo que las pinturas mismas inscritas desde la noche de la historia en los muros de Lascaux nos dicen—, el nacimiento del arte con el nacimiento del hombre.
Desde sus orígenes —en tanto especie—, el hombre ha sido capaz de mirar a su alrededor y reproducir e interpretar el mundo que lo rodea, antes aun de ser capaz de mirarse a sí mismo. En Lascaux —nos recuerda Bataille—, la representación de los animales es perfecta en su riqueza y su exactitud. El arte, la pintura, como forma de la representación, alcanzó su cima en el momento mismo en que se iniciaba.
El hombre, capaz de crearlo y afirmándose como hombre al hacerlo, señalaba su separación de los animales a través de esa creación; no se veía a sí mismo con la misma exactitud y la misma exuberante fuerza de la vida que se encuentra en las pinturas de animales. Su propio retrato en las cuevas de Lascaux es simplista y pobre. En cambio, aparece en él la presencia de la muerte, como si de alguna manera su propio retrato quisiera hacer manifiesta, al mismo tiempo, una dolorosa y terrible separación: porque puede contemplar las apariencias del mundo, el hombre se sabe también separado de ese mundo que lo fascina, y [como] conoce la existencia de la muerte, no está —como diría Bataille— naturalmente dentro de él, «como el agua en el agua», sino aparte, deslumbrado y al mismo tiempo desconcertado por su separación.
Todo es imagen
Las cuevas de Lascaux —en las que puede suponerse con justicia que nace el arte, y el hombre se afirma como tal a través de su capacidad para representar el mundo desde afuera de él— son simultáneamente una celebración y una invocación. Celebración de la vida e intento de conjurar la amenaza de la muerte por medio de esa celebración. Siglos y siglos más tarde, en los albores del Renacimiento, Alberto Durero no vacilaría en afirmar que «el retrato es la única defensa del hombre contra la muerte».
Todo es imagen y, porque todo es imagen, la imagen puede estar colocada ante las dos caras de la realidad: dentro del tiempo como presencia viva, y fuera del tiempo como vida de la presencia. La pintura ha acompañado, entonces, al hombre desde siempre. Fuera de ella, su centro se encuentra en la mirada de quien la contempla y la cercanía desde esa contemplación es absoluta porque no hay ninguna distancia entre la mirada y el objeto de la mirada, éste se le entrega en el instante mismo en que la mirada se dirige hacia él, aunque el espacio físico que los separa pueda ser tan inconmensurable como el que existe entre nosotros y una estrella que miramos y que incluso puede estar muerta —apagada— desde hace millones de años, pero permanece viva para la mirada.
Acercarse a la pintura puede ser, de este modo, una manera de afirmarnos como hombres al tiempo que afirmamos la realidad del mundo y para ello no hay más que ejercer la facultad de mirar, una facultad de la que el sentido de la vista nos hace dueños aun sin que nuestra voluntad intervenga: apenas abre los ojos, todo hombre empieza a ver.
Sin embargo, este «abrir los ojos» puede también interpretarse metafóricamente en el sentido de que, lejos ya de su descubrimiento de la realidad del mundo que lo rodea —y en muchas ocasiones apartado de él por el movimiento de la historia hasta el punto de estar, en nuestro tiempo, muy cerca de convertirse en un extraño en el mundo cuando más cree haberlo dominado por medio de la técnica—, «abrir los ojos» puede considerarse como una exigencia impuesta al pensamiento y la sensibilidad para recuperar el mundo a través del arte. Legítimamente, entonces, la pintura puede considerarse como ese despliegue de imágenes colocado fuera del tiempo en el que se halla encerrada una suerte de historia de la humanidad que nos entrega la verdad de lo humano. Desde los bisontes en las cuevas de Lascaux, hasta los toros en los cuadros de Picasso.
Vuelta al origen
Resulta significativo que haya una profunda y contradictoria cercanía entre esas primeras imágenes creadas por el hombre y las más recientes: los bisontes de Lascaux y los toros de Picasso se parecen, como si dando un salto de milenios y milenios de años, al final estuviéramos de nuevo en los orígenes. Y sin embargo, en medio, entre esos dos puntos tan semejantes está todo el desarrollo de la historia. Pero ése es ya otro problema.
[1] Lascaux se encuentra en la villa francesa de Montignac. En septiembre de 1940, cuatro adolescentes descubrieron una cueva. Unos días después, regresaron a explorarla y se encontraron con casi dos mil pinturas de animales y humanos; se abrió al público en 1948. [Todas las notas son de la edición.]
[2] Se refiere a la obra de Georges Bataille (1897-1962), Lascaux ou la Naissance de l’Art.
 

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